En la muerte de Castro

No soy partidario de celebrar las muertes. Tampoco de lamentarlas si a uno no le afectan. No pude elogiar a Fidel Castro cuando aún estaba vivo y sigo sin poder hacerlo ahora que no está. Más que un referente o un ejemplo a seguir, siempre vi en él el ejemplo de que hasta los sueños más hermosos, o sobre todo los sueños más hermosos, se malogran cuando se cruzan en su camino la ambición y el ansia desmedida de poder. Es curioso que quienes más críticos se muestran con los vicios y los defectos de nuestras imperfectas democracias occidentales sean tan sumamente generosos a la hora de hacer la vista gorda ante los desmanes de quien fue, por encima de cualquier otra cosa, un dictador. Flaco favor se hace a sí misma una izquierda incapaz de denunciar los errores y excesos de los suyos, porque eso la deslegitima para, entre otras cosas, exigir virtud y buen hacer a los demás.

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Náufrago en la meseta [III]

En la plaza principal hay una escultura que representa a dos encapuchados tocando una trompeta y un tambor. Se elevan sobre un pedestal de piedra que lleva grabada la inscripción Merlú, palabra para mí enigmática. El escritor José C. Vales, que es de aquí y conoce el paño, me confiesa que nunca ha podido dar con las raíces etimológicas del término, pero me cuenta que la escultura es reciente, obra de Antonio Pedrero, y que recibe esa denominación, merlú, cada una de las seis parejas de cofrades que, con corneta sordina y tambor destemplado, recorren las calles en la madrugada del Jueves al Viernes Santo para recordarle al vecindario que, a eso de las seis en punto, comenzará la procesión de Jesús Nazareno. «Ahora la ciudad es una fiesta esa noche», añade, «pero cuando yo era niño esos sonidos en la ciudad en silencio daban mucho miedo».

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Náufrago en la meseta [II]

Me dice Juanjo Jambrina que Agustín García Calvo tuvo casa en la Rúa de los Notarios. Sé que Agustín García Calvo fue poeta, dramaturgo, filósofo y diletante. Sé que estudió en Salamanca, que dio clases en Sevilla y en Madrid y que renunció a su cátedra de la Complutense tras apoyar las huelgas estudiantiles convocadas durante el franquismo. Sé también que escribió el himno de la Comunidad de Madrid cuando escribir un himno de la Comunidad de Madrid era como escribirle un himno a la nada. Dijo: «Enorgullécete de tu fracaso, que sugiere lo limpio de la empresa». También: «Jamás la falta de fe o el descreimiento han dicho una mentira o apretado el gatillo de un arma». No recordaba que había venido al mundo en la ciudad donde ahora vivo, ni sabía que hubiese pasado en ella sus últimos años.

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Náufrago en la meseta [I]

Tenemos de vecina a una cigüeña.Ha anidado en la espadaña de la iglesia de San Claudio y me mira desde lo alto cada vez que doblo la esquina de la plaza solitaria. Esta mañana, bien temprano, la vimos Elna y yo acomodando unas ramas secas que el fuerte viento nocturno había arrastrado hasta las cercanías de su lecho. Un hombre me dice que no debería haber cigüeñas en esta época del año, pero que cada vez menos cosas son ya como eran antes. Ésta llegó aquí con la primavera y aquí sigue. Cada vez que, de niño, me subía al coche con mis padres para seguir los caminos de Castilla, mi madre me animaba a que buscase en los campanarios el rastro de las cigüeñas. Me gusta pensar que ésta que vive ahora a mi lado ha postergado su marcha para darnos la bienvenida.

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La gente de Barcelona

Lo dejé escrito en algún sitio: yo conocí Barcelona mucho antes de visitarla. La conocí leyendo los tebeos del Capitán Trueno y el Jabato, escrutando con Martin Mystère los enigmas escondidos en la Sagrada Familia, recorriendo sus rincones de la mano de los protagonistas de las novelas de Jordi Sierra i Fabra. Allí vivían los señores que dibujaban las aventuras de Mortadelo y Zipi y Zape y también aquel Joan Manuel Serrat cuyos discos guardaba mi madre como oro en paño en los bajos de nuestra cadena de música, en ella se iban a celebrar unos juegos olímpicos bendecidas por una extravagante mascota canina, sus cielos azules los surcaba con relativa frecuencia —siempre menor de lo que yo hubiera deseado— mi admirado Superlópez. Quizás por eso me ha gustado tanto siempre esa canción de Jaume Sisa que se titula «Qualsevol nit pot sortir el sol» y cuyo estribillo quizás constituya el mejor himno que se ha escrito nunca a la convivencia —«que mi casa es vuestra casa, si es que las casas son de alguien»—, porque en esa fiesta imaginaria se daban cita los habitantes del universo en el que yo podía reconocer los ecos de aquel espacio mitad real y mitad imaginario anclado a orillas del mar tan distinto de aquel otro a cuyo borde se iba desenvolviendo mi aún corta biografía. Sobra decir que yo entonces era muy pequeño.

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