Me dice Juanjo Jambrina que Agustín García Calvo tuvo casa en la Rúa de los Notarios. Sé que Agustín García Calvo fue poeta, dramaturgo, filósofo y diletante. Sé que estudió en Salamanca, que dio clases en Sevilla y en Madrid y que renunció a su cátedra de la Complutense tras apoyar las huelgas estudiantiles convocadas durante el franquismo. Sé también que escribió el himno de la Comunidad de Madrid cuando escribir un himno de la Comunidad de Madrid era como escribirle un himno a la nada. Dijo: «Enorgullécete de tu fracaso, que sugiere lo limpio de la empresa». También: «Jamás la falta de fe o el descreimiento han dicho una mentira o apretado el gatillo de un arma». No recordaba que había venido al mundo en la ciudad donde ahora vivo, ni sabía que hubiese pasado en ella sus últimos años.

Trato de buscar la casa de Agustín García Calvo. Me cuesta, porque la Rúa de los Notarios hace un quiebro extraño y al principio pienso que concluye en la plaza de los Ciento, pero luego descubro que sigue en trazado divergente hasta tropezar, a la altura de San Ildefonso, con la Rúa de los Francos. Es en ese tramo a contrapié —quizás haya ahí una metáfora– donde se alza el edificio, un caserón grande y antiguo con su fachada azul recubierta con relieves de cruces blancas. Junto a la puerta, se mantiene la placa de la editorial que fundó el propio García Calvo para publicar sus libros sin tener que atenerse a las leyes del mercado. Hay un timbre y me pregunto si debería llamar a ver si hay alguien, pero las persianas están bajadas, el lugar parece abandonado y yo desisto. Vuelvo sobre mis pasos. Un grafiti reproduce uno de los sonetos más célebres de Lope de Vega sobre un muro que da a una finca en desuso. Bajo el sol frío del otoño, la torre de la catedral despunta al fondo como un faro hospitalario.