Tenemos de vecina a una cigüeña.Ha anidado en la espadaña de la iglesia de San Claudio y me mira desde lo alto cada vez que doblo la esquina de la plaza solitaria. Esta mañana, bien temprano, la vimos Elna y yo acomodando unas ramas secas que el fuerte viento nocturno había arrastrado hasta las cercanías de su lecho. Un hombre me dice que no debería haber cigüeñas en esta época del año, pero que cada vez menos cosas son ya como eran antes. Ésta llegó aquí con la primavera y aquí sigue. Cada vez que, de niño, me subía al coche con mis padres para seguir los caminos de Castilla, mi madre me animaba a que buscase en los campanarios el rastro de las cigüeñas. Me gusta pensar que ésta que vive ahora a mi lado ha postergado su marcha para darnos la bienvenida.
También tengo de vecino al río. He estado tan al tanto de su vida que me he acabado encariñando con él. Lo vimos nacer en el macizo de Urbión, lo vimos trazar su curva de ballesta en torno a Soria y lo vimos diluirse en el Atlántico junto a los muelles de Matosinhos, a las afueras de Oporto. Lo vemos ahora discurrir, ancho y caudaloso, desde el puente viejo hasta el de los poetas, lamiendo los restos de las aceñas ancestrales y las piedras de la muralla. Es un río orgulloso y taciturno. Tiene corazón de roble y un amplio cancionero compuesto en su honor que se extiende desde los romances del medievo hasta el apelativo de «río Duradero» con que lo rebautizó Claudio Rodríguez. Me ha hecho sin él saberlo tanta compañía que, mientras escucho sus aguas bajar, pienso que si él está cerca yo no puedo estar lejos de casa.