Animales en la arena

La escena la relata Juan Antonio Cabezas en un libro que pone en mis manos Alberto Arce y en el que el periodista dejó consignados sus recuerdos de la guerra civil en Asturias. Sucede el 20 de octubre de 1937, un día antes de que las tropas franquistas entren en Gijón para consumar así la rendición de la provincia, y tiene como escenario la playa de San Lorenzo. Allí se reúnen los redactores del diario Avance a las cinco de la tarde. Dentro de unas pocas horas partirán hacia el exilio por el puerto de El Musel y se han juntado para emprender juntos el camino hacia los diques. La marea está baja y una húmeda lámina de arena separa el oleaje de los adoquines del paseo. Los periodistas se encuentran allí con un grupo de niños que saludan con cierta sorpresa a los recién llegados. A Faustino Goico-Aguirre, que trabaja como caricaturista en el diario, le caen simpáticos y les pide que le dejen un palo con el que andan jugueteando. «¿Qué os parece si jugamos a pintar animales en la arena?», les pregunta. Los niños asienten alborozados. Él empieza a trazar siluetas esquemáticas y les pide que vayan adivinando de qué especie se trata. «Es un tiburón», «es una vaca», «es un perro», «es un gallo». Así transcurre más de una hora, hasta que alguien alerta de que ya son más de las seis y toca reagruparse para emprender el camino del destierro. Aguirre devuelve el palo a los niños, que se quedan muy tristes. Uno de ellos, el más joven, se acerca a él y le dice con voz quejumbrosa: «Si vienes mañana, yo te traeré un palo más largo para que sigas dibujando. ¿Vendrás?» El artista lo mira con ternura, acaricia su cabellera rubia y responde: «Vendré si me dejan, chaval. Tú no te olvides de traer el palo.» Luego comienza a alejarse junto a sus compañeros, bajo la atenta mirada de aquellos niños que ignoran que jamás volverán a verlos. Tampoco saben que ellos mismos están viviendo los últimos compases de una época. Los dibujos de los animales quedan grabados en la arena, abandonados a su suerte, hasta que una ola se los lleve para siempre.

[Foto: Constantino Suárez / Muséu del Pueblu d’Asturies]

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Extranjeros de nosotros

La enfermedad nos convierte en extranjeros de nosotros mismos. Cualquier fallo en el organismo, por anecdótico que sea, nos sumerge en el desasosiego de quien deja de reconocerse en el territorio íntimo que lo acoge y lo conforma, y nos sumerge en una deriva de la que nunca se sale completamente ileso, porque queda siempre, como una mancha o una huella, el recuerdo o el resquemor de la dolencia que nos afligió y nos llevó a intuir que nunca volveríamos a ser los mismos. También esta pandemia en la que llevamos inmersos desde hace ya seis meses nos ha convertido en unos extraños dentro de nuestro propio mundo, forasteros en una realidad en la que apenas reconocemos tímidos vestigios de lo que una vez consideramos normal y cotidiano y hasta necesario. La anulación definitiva de la Feria del Libro de Madrid es la última de una serie de cancelaciones que se han empecinado en teñir de desidia o pesimismo un calendario cuyas hojas se acumulan igual que se van amontonando esos folios que uno escribe en sucio y que, poblados de tachones, terminan encontrando acomodo en la última esquina del cajón más escondido o en el fondo de esa papelera a la que van a dar los desechos que juzgamos irrecuperables. No sería tan grave si por el camino no nos hubiese lastrado la pérdida de otras cosas y la asunción de unas rutinas que anhelan, sin lograrlo, encubrir su ausencia. La verdadera letalidad del virus se manifiesta en las camas de los hospitales, en las soledades de las residencias, en las historias que se esconden tras las cifras en las que quedan resumidas unas gélidas estadísticas mortuorias; pero su ignominia más intolerable radica en la alevosía con que nos ha hecho claudicar de los abrazos y los besos, en esta infamia cruel de sabernos indefinidamente lejos de algunas personas muy queridas, en esa vergüenza íntima de quien se sorprende alejándose de quienes se le cruzan por la calle, preguntándose si será una sonrisa o una mueca de tristeza lo que se dibuja al otro lado de unas mascarillas que nos protegen, pero también establecen una barrera con el otro que a veces se antoja infranqueable. Entristece mirar alrededor y constatar lo poco que cuesta desbaratar aquello que parecía firme, enterrar algunas convicciones, someter reglas esenciales para la convivencia al capricho cruel del revanchismo o la indolencia o la barbarie; y, aunque la realidad sea terca, no queda más remedio que soñar con un porvenir más o menos inmediato en el que las cosas que valían la pena vuelvan a ser igual que antes. Dice un adagio célebre que la vida es eso que pasa mientras uno hace planes. Ahora los planes son eso que uno hace mientras espera a que regrese la vida. 

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«Y el sapo toca la flauta»

Recojo en el buzón el disco del concierto que Jerónimo Granda ofreció el 9 de noviembre de 2019 en el Teatro del Barrio de Madrid. Es curioso que no se haya registrado hasta ahora ninguno de los recitales que ha venido dando en las últimas décadas uno de los trovadores más lúcidos, cáusticos y divertidos que ha dado este país. Hubo un tiempo, allá en mi última adolescencia, en que procuraba estar cerca de los escenarios que él pisaba, y guardo un recuerdo gratísimo de las entrevistas que pude hacerle, que seguramente fueron algunas más de las que él hubiese querido y muchas menos de las que a mí me hubiera gustado. Como era previsible, la escucha del disco es una fiesta por más que eche en falta alguna pieza de mi disco preferido de entre todos los suyos, aquél en el que puso música a una serie de poemas que un joven Alejandro Casona escribió entre 1928 y 1930, cuando obtuvo su primera plaza como inspector de primera enseñanza en el valle de Arán. Faltaban unos diez años para que empezara a convertirse en el dramaturgo exitoso que despuntó en los años de la República, triunfó después al otro lado del océano y regresó más tarde a una España que lo recibió con disparidad de opiniones. Eran los de La flauta del sapo poemas de factura y temática variadas, y si bien algunos estaban impregnados de una nostalgia que parecía impostada de tan tópica, otros deparaban metáforas de gran altura o fantasías casi oníricas que, sin desdeñar la tradición, dialogaban de tú a tú con las vanguardias de su época. La voz de Jerónimo rescató esos versos del olvido y los puso a navegar sobre acordes de guitarra, confiriéndoles un aura mágica que habría maravillado a aquel Casona que una tarde cualquiera, a la vista de las montañas aranesas, se puso a pergeñar aquel encanto de luna y agua en el que una rana tendía pañales mientras un sapo tocaba la flauta.

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Sobre Azaña, Machado y las banderas

Pedro Sánchez no homenajeó a los exiliados españoles a título personal ni como líder de un partido político. Lo hizo en su calidad de presidente del Gobierno, es decir, como máxima autoridad del Gobierno de España, que a su vez representa a todas las personas que poseen la nacionalidad española, sean republicanas o no.

La bandera de España es la roja y amarilla porque así lo estipula la Constitución de 1978. La propia Constitución dictamina que ése debe ser el símbolo que represente al Estado en los actos oficiales (y lo de ayer fue un homenaje de Estado, no algo de andar por casa). Con todo, hay que señalar que tampoco es que hubiera una bandera de España en los actos: hubo sendas coronas (una por tumba) cuyas flores llevaban los colores de la bandera de España.

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El hombre que siempre va conmigo

Cuando dentro de unos días vuelva a Collioure y cumpla con la peregrinación laica cuyos hitos he venido forjando año tras año —el descenso desde la estación a la Placetterecorriendo la avenida de Aristide Maillol, el paseo por Camille Peletain hasta la playa de Boramar, un rodeo demorado al edificio del viejo hotel Quintana, el recogimiento emocionado ante la misma tumba de todos los febreros—, lo haré impelido por la convicción de que hay viajes que, más que un mero traslado geográfico, son una obligación moral. El final de Antonio Machado fue tan triste como injusto, y lo único que podemos hacer quienes apreciamos los frutos de su paso por la tierra es justamente eso: acudir a acompañarle allí donde encontró su última morada, ese hermoso pueblecito de pescadores en cuyo cielo azul aún resplandecen las reminiscencias de los soles de la infancia.

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