A propósito de Juan

Es difícil explicar en unas pocas palabras lo que significan la figura y la obra de Juan Cueto. Su paso por el mundo podría resumirse en una simple frase: hizo muchas cosas y las hizo todas bien, a menudo a contracorriente o apostando por lo que nadie veía y sólo él era capaz de vislumbrar en un horizonte que a los demás se nos antojaba indescifrable. Pudo ser un egregio profesor universitario, pero por suerte para él, y también para nosotros, prefirió entrometerse en los jardines de su curiosidad y saltar de rama en rama sin caerse de ninguna. Revolucionó el periodismo cultural con Los Cuadernos del Norte, bajó de las musas al teatro cuando dejó la crítica catódica para dirigir él mismo una televisión, rediseñó las retransmisiones futbolísticas como si fuesen una gran producción cinematográfica y dinamitó las fronteras que separaban la alta y la baja cultura en aquellos artículos en los que jugaba a preguntarse por las semánticas de la posmodernidad. Cuando, la tarde en que nos conocimos, le dije todo esto y le expliqué que me encontraba algo cohibido ante una figura tan imponente como la suya, él soltó una carcajada y, sin levantarse de la butaca, ahuyentó mi timidez con un manotazo: «No te cohíbas, que tampoco es para tanto». Luego, como si en vez de un imberbe que iba allí a hacerle una entrevista fuese yo uno más de la familia, me ofreció una copa de whisky y nos sentamos a ver una peli de vaqueros.

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Álvaro Díaz Huici, un editor

Hace ya unos cuantos años, cuando empecé a tomarme esto de escribir medianamente en serio, envié la que entendí como mi primera obra «acabada» (era un libro de cuentos) a Álvaro Díaz Huici. Había publicado a Pablo Rivero y Ricardo Menéndez Salmón, dos autores que vivían en mi misma ciudad y a los que yo sentía muy próximos, y tenía un catálogo modesto pero brillante en el que despuntaban Luis Fernández Roces, Eduardo Blanco Amor, José Antonio Mases o Camilo Gonsar, nombres que fueron todo un descubrimiento para mí en aquella época. Tardó un año en contestarme, y cuando lo hizo su respuesta no pudo ser más desalentadora. No me publicó aquel libro, pero por estas cosas del azar empezamos a coincidir en los mismos sitios por aquellas mismas fechas y terminamos haciéndonos amigos. No por eso me publicó. Más bien al contrario, leyó mis tres primeras novelas antes que nadie y, tras rechazarlas, emitía siempre el mismo veredicto: «Publicarás conmigo cuando escribas algo que pueda defenderse por sí mismo». Cuando ocho años después de su primera negativa me terminó aceptando un manuscrito, sentí que ya podía empezar a llamarme a mí mismo escritor.

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La virgen republicana

Al estallar la Guerra Civil, las autoridades republicanas de Asturias encomendaron al pedagogo Eleuterio Quintanilla la tarea de proteger, en la medida de lo posible, el patrimonio histórico y artístico de la región. Una de las medidas que adoptó fue poner a salvo la imagen de la virgen de Covadonga, todo un tótem, ante el temor de que se perdiera, bien a causa de algún bombardeo franquista o bien como fruto del ardor guerrero y anticlerical de algunos correligionarios del propio Quintanilla.

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Visión de Burdeos

Cuando visité por primera vez Burdeos, allá por marzo de 1997, me sobrecogió la espectacularidad del monumento a los Girondinos. Ahora que vuelvo a la ciudad, veinte años largos después de aquella estancia brevísima, lo busco con la ansiedad del animal que, sorprendido en un entorno hostil, olisquea por los alrededores algún rastro familiar que le permita emprender la vuelta a casa. Lo encuentro con relativa facilidad porque las líneas de tranvía que desde los albores de este siglo recorren la capital aquitana han instalado a sus pies su gran nudo gordiano. El primer desajuste viene dado por la propia envergadura del memorial: en mi recuerdo, resultaba mucho más alto e intimidante de lo que resulta ser en realidad, quizá porque sus dimensiones se observan menoscabadas desde la perspectiva que ofrece esta distancia de dos décadas. El segundo tiene que ver con las trampas que siempre tiende la memoria: cada vez que yo evocaba ese rincón bordelés, se me aparecía anclado a la orilla misma del río y no con una de las mayores explanadas de Francia, la llamada Place des Quinconces, ocupando el terreno que separa su ornamentado pedestal de las aguas torrenciales del Garona.

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Terele, Franco y el hombre que detuvo a Lorca

Juan Carlos Girauta es diputado electo en el Congreso, lo que quiere decir que nos representa a usted y a mí en el parlamento estatal. Formó parte de las listas de uno de esos partidos nacidos para salvarnos a los pobres mortales españoles de nuestra imperfecta democracia y que llevan unos años haciendo bandera de su supuesto regeneracionismo y su aún más supuesta amplitud de miras a la hora de encarar el futuro inminente. Con tales credenciales, cabría suponerle un talento inmaculado para la retórica y una capacidad de discernimiento a prueba de cualquier tentación simplista. Es de lamentar que la práctica, como suele pasar, también en este caso termine por desbaratar la teoría.

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