La enfermedad nos convierte en extranjeros de nosotros mismos. Cualquier fallo en el organismo, por anecdótico que sea, nos sumerge en el desasosiego de quien deja de reconocerse en el territorio íntimo que lo acoge y lo conforma, y nos sumerge en una deriva de la que nunca se sale completamente ileso, porque queda siempre, como una mancha o una huella, el recuerdo o el resquemor de la dolencia que nos afligió y nos llevó a intuir que nunca volveríamos a ser los mismos. También esta pandemia en la que llevamos inmersos desde hace ya seis meses nos ha convertido en unos extraños dentro de nuestro propio mundo, forasteros en una realidad en la que apenas reconocemos tímidos vestigios de lo que una vez consideramos normal y cotidiano y hasta necesario. La anulación definitiva de la Feria del Libro de Madrid es la última de una serie de cancelaciones que se han empecinado en teñir de desidia o pesimismo un calendario cuyas hojas se acumulan igual que se van amontonando esos folios que uno escribe en sucio y que, poblados de tachones, terminan encontrando acomodo en la última esquina del cajón más escondido o en el fondo de esa papelera a la que van a dar los desechos que juzgamos irrecuperables. No sería tan grave si por el camino no nos hubiese lastrado la pérdida de otras cosas y la asunción de unas rutinas que anhelan, sin lograrlo, encubrir su ausencia. La verdadera letalidad del virus se manifiesta en las camas de los hospitales, en las soledades de las residencias, en las historias que se esconden tras las cifras en las que quedan resumidas unas gélidas estadísticas mortuorias; pero su ignominia más intolerable radica en la alevosía con que nos ha hecho claudicar de los abrazos y los besos, en esta infamia cruel de sabernos indefinidamente lejos de algunas personas muy queridas, en esa vergüenza íntima de quien se sorprende alejándose de quienes se le cruzan por la calle, preguntándose si será una sonrisa o una mueca de tristeza lo que se dibuja al otro lado de unas mascarillas que nos protegen, pero también establecen una barrera con el otro que a veces se antoja infranqueable. Entristece mirar alrededor y constatar lo poco que cuesta desbaratar aquello que parecía firme, enterrar algunas convicciones, someter reglas esenciales para la convivencia al capricho cruel del revanchismo o la indolencia o la barbarie; y, aunque la realidad sea terca, no queda más remedio que soñar con un porvenir más o menos inmediato en el que las cosas que valían la pena vuelvan a ser igual que antes. Dice un adagio célebre que la vida es eso que pasa mientras uno hace planes. Ahora los planes son eso que uno hace mientras espera a que regrese la vida.
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Miguel Barrero (Oviedo, 1980) ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven; KRK Ediciones, 2005), La vuelta a casa (KRK Ediciones, 2007), Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner; DVD Ediciones, 2008), La existencia de Dios (Trea, 2012), Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado; Trea, 2015) y El rinoceronte y el poeta (Alianza, 2017). También es autor de los ensayos Las tierras del fin del mundo (Trea, 2016) y La tinta del calamar (Trea, 2016; premio Rodolfo Walsh 2017). Codirigió el documental La estancia vacía (2007).