Lo dejé escrito en algún sitio: yo conocí Barcelona mucho antes de visitarla. La conocí leyendo los tebeos del Capitán Trueno y el Jabato, escrutando con Martin Mystère los enigmas escondidos en la Sagrada Familia, recorriendo sus rincones de la mano de los protagonistas de las novelas de Jordi Sierra i Fabra. Allí vivían los señores que dibujaban las aventuras de Mortadelo y Zipi y Zape y también aquel Joan Manuel Serrat cuyos discos guardaba mi madre como oro en paño en los bajos de nuestra cadena de música, en ella se iban a celebrar unos juegos olímpicos bendecidas por una extravagante mascota canina, sus cielos azules los surcaba con relativa frecuencia —siempre menor de lo que yo hubiera deseado— mi admirado Superlópez. Quizás por eso me ha gustado tanto siempre esa canción de Jaume Sisa que se titula «Qualsevol nit pot sortir el sol» y cuyo estribillo quizás constituya el mejor himno que se ha escrito nunca a la convivencia —«que mi casa es vuestra casa, si es que las casas son de alguien»—, porque en esa fiesta imaginaria se daban cita los habitantes del universo en el que yo podía reconocer los ecos de aquel espacio mitad real y mitad imaginario anclado a orillas del mar tan distinto de aquel otro a cuyo borde se iba desenvolviendo mi aún corta biografía. Sobra decir que yo entonces era muy pequeño.
Luego Barcelona me la fueron mostrando Eduardo Mendoza, y Juan Marsé, y Manuel Vázquez Montalbán, y Carmen Laforet, y también Mercè Rodoreda y (algo menos) Josep Pla, y cuando al fin tuve la oportunidad de aterrizar por vez primera en sus calles no me sentí extranjero ni padecí la agorafobia de quienes se enfrentan sin previo aviso a las infinitudes del Ensanche. Yo ya había estado allí sin haber estado realmente. Las Ramblas eran tan familiares como la calle principal de mi pueblo, y la juguetería que vislumbré desde el autobús que me llevó por la Gran Vía de las Cortes hasta la plaza de Cataluña era la misma a la que iba con mis padres a elegir los regalos de reyes. En los últimos tiempos visito la ciudad al menos una vez al año, y aunque los compromisos siempre acaban por constreñirme la agenda intento dedicar algunas horas a perderme por esos recovecos que no siempre aparecen en las guías pero que sin embargo constituyen las esencias más queridas de mi Barcelona secreta —los edificios alineados en torno a la ronda del Guinardó, la imprenta en la que don Quijote se encontró con las ediciones del infausto Avellaneda, el portal entre Aribau y Consell de Cent por cuyas escaleras subió la joven Andrea en busca de sus fantasmas familiares, la pequeña plaza abierta frente al Teatro Principal en la que tuvo su oficina el detective Pepe Carvalho—, aquélla que estuvo en mí antes de que yo estuviera en ella. En Barcelona se publican la mayor parte de los libros que leo, y en Barcelona he encontrado siempre cariño y hospitalidad porque cariñosos y hospitalarios son siempre los lugares que trascienden su propia condición para erigirse en patrimonio universal. Todo eso lo expresó mucho mejor Javier Pérez Andújar en el hermoso pregón con que dio por iniciadas las fiestas de La Mercè, y me consta que muchos de los que lo hemos seguido en la distancia adquirimos gracias a sus palabras la conciencia plena de ser también un poco barceloneses. Eso debería enorgullecer a quienes sí son de allí sin lugar a discusión, y es triste que hubiese quien no quiso verlo. A unas pocas manzanas del Saló de Cent, en el llamado Pla de Palau, un triste actor sin gracia protagonizaba una bufonada áspera y descafeinada con el único propósito de ridiculizar lo que ni siquiera había tenido oportunidad de conocer. En las redes sociales alguien calificó luego a Javier Pérez Andújar de fascista, demostrando que hay quienes, al mirar al prójimo, sólo saben ver reflejadas en él sus propias miserias. Así, justamente así, es como no es la gente de Barcelona.
Foto: Toni Albir / EFE