No soy partidario de celebrar las muertes. Tampoco de lamentarlas si a uno no le afectan. No pude elogiar a Fidel Castro cuando aún estaba vivo y sigo sin poder hacerlo ahora que no está. Más que un referente o un ejemplo a seguir, siempre vi en él el ejemplo de que hasta los sueños más hermosos, o sobre todo los sueños más hermosos, se malogran cuando se cruzan en su camino la ambición y el ansia desmedida de poder. Es curioso que quienes más críticos se muestran con los vicios y los defectos de nuestras imperfectas democracias occidentales sean tan sumamente generosos a la hora de hacer la vista gorda ante los desmanes de quien fue, por encima de cualquier otra cosa, un dictador. Flaco favor se hace a sí misma una izquierda incapaz de denunciar los errores y excesos de los suyos, porque eso la deslegitima para, entre otras cosas, exigir virtud y buen hacer a los demás.
Fidel Castro derrocó a un sátrapa grotesco, es verdad, y seguramente la historia le habría absuelto si sus peripecias se hubiesen agotado en el asalto fallido al cuartel de Moncada. Pero Fidel Castro gobernó durante casi cuarenta años en los que fusiló a disidentes, encarceló a homosexuales, impidió la pluralidad ideológica y, en consecuencia, también las elecciones libres. Quienes ocultan o suavizan estas evidencias amparándose en los logros sociales de su régimen, olvidan que muchos otros caciques del siglo pasado esgrimieron hazañas similares para relativizar sus delirios totalitarios. También que, pese a todo, la inmensa mayoría de los cubanos viven sumidos en la pobreza. Decir que en otros países latinoamericanos están peor es una pobre excusa para negar lo obvio. La revolución cubana triunfó en el momento en que los barbudos tomaron las calles de La Habana y comenzó a fallar, estrepitosamente, justo después. Pudieron haberse legalizado los partidos políticos y convocar elecciones libres, como hicieron los portugueses quince años después, pero eso habría supuesto renunciar a la construcción del paraíso socialista que sólo pudo mantenerse en pie mientras recibió apoyo de la URSS. Tengo también la impresión de que los capitanes de abril eran algo más humildes que los barbudos de Sierra Maestra. A Fidel Castro le gustaba alardear de sus logros en discursos larguísimos que podían prolongarse durante más de seis horas, y yo siempre he desconfiado de la gente que habla mucho.
[Foto: Associated Press]