Noche de Reyes

La Noche de Reyes ha sido siempre mi celebración favorita de todas las que se suceden en las fechas navideñas. A la ilusión ingenua y algo temerosa de la infancia sucedió luego la alegría que uno siente al hacer regalos, y al saber o intuir que acierta haciéndolos, y la placidez de esa última reunión familiar que en mi caso es la que realmente marca el inicio oficioso de los doce meses que quedan por delante. Por mucho cartón piedra y mucho betún que ahora se descubra en las cabalgatas, sigue habiendo algo mágico en todos esos desfiles que, con mejor o peor fortuna, tratan de emular el paso errático de aquellos «magos de oriente» siguiendo la estrella que indicaba la ubicación exacta de Belén. Qué ganas tienen los niños de ver a los Reyes Magos, y cómo tiemblan de miedo cuando al fin los ven cerca y temen que puedan descubrir en sus miradas cándidas el eco de la última travesura, de alguna palabra malsonante, de ciertos pensamientos que quizá no sean del todo virtuosos.

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Noticias del pasado

No extrañamos el espacio, sino el tiempo. Cuando uno se sorprende echando de menos un lugar, no añora tanto el lugar en sí como el periodo en el que residió en él. O, por decirlo con más exactitud, se recuerda con melancolía la apariencia y el carácter que tuvo determinado espacio geográfico en el tiempo preciso en que lo conocimos y lo habitamos como si no fuésemos a abandonarlo nunca. Hay unos versos célebres de Félix Grande que alertan de la imposibilidad del regreso: «Donde fuiste feliz alguna vez /no debieras volver jamás: el tiempo / habrá hecho sus destrozos, levantando / su muro fronterizo / contra el que la ilusión chocará estupefacta». Cuando uno permanece siempre en el mismo sitio, no percibe los cambios con tanta intensidad porque asiste, a veces sin darse cuenta, a su propio desarrollo; también porque, aunque no lo note, él mismo está cambiando a la vez que se modifica todo cuanto le rodea. Cuando uno se va, en cambio, retiene en su memoria la foto fija del lugar que abandona, y los sucesivos regresos no son más que la constatación de que ese lugar al que volvemos ha continuado su vida sin nosotros. No le fuimos imprescindibles y ha mudado las ropas, el aspecto, su forma de ser, sin contar con nuestro beneplácito; cuando nos vemos en él de nuevo sólo apreciamos, y con suerte, las sombras de un pasado que fue el tiempo en el que el lugar nos perteneció de veras. Ese lugar que ahora es un barco en alta mar del que sólo podemos despedirnos agitando un pañuelo en la orilla.

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Náufrago en la meseta [VI]

El barrio fue en la Edad Media hogar de artesanos y teneros. Hubo, según cuentan, una alfarería famosa. Dicen que el propio nombre de la ciudad puede provenir de los olivos que había en la tierra sobre la que se asentaron las primeras casas que se construyeron en él. Edificios precarios que plantaban sus cimientos sobre terreno pantanoso, al pie del río, y que poco a poco fueron dibujando el laberinto doméstico que aún hoy vertebra sus calles, siempre en vueltas y revueltas que conducen inevitablemente al mismo sitio. Lo custodian dos iglesias románicas y lo habitamos unos pocos vecinos y el silencio, que sólo rompe de cuando en cuando el ruido de los coches que atraviesan apresurados la pequeña ronda que separa su caserío de la muralla. Una urbanización moderna ha convertido en reducto del medio standing lo que hasta hace relativamente poco fue simplemente cuna de plebeyos.

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Náufrago en la meseta [V]

La ciudad es, también, un largo inventario de ausencias. Es posible recorrer sus calles siguiendo un reguero de huellas que conducen al pasado y hablan de todo lo que el paso del tiempo ha desvanecido. Por aquí y por allí se suceden locales cerrados cuyos rótulos apelan a negocios en los que ya no se compra ni se vende nada. También hay casas que parecen resistir amparadas únicamente en la fuerza del recuerdo de quienes una vez fuesen sus moradores. Hay rincones oscuros en los que aún no se han deshecho del todo los ecos de unas épocas más benéficas o halagüeñas. También otros en los que sólo es posible la constatación plena del vacío. Espacios donde el olvido cobra cuerpo y la nada se hace ente corpóreo y bien tangible. Un hecho cierto que ilustra la fugacidad de las cosas y la certeza de que éste es nuestro mundo, pero hubo un tiempo no lejano en el que fue el mundo de otros.

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Náufrago en la meseta [IV]

A veces el cielo se encapota, empieza a llover y la ciudad se repliega sobre sí misma, como la tortuga que busca ante el peligro de lo incierto el refugio familiar de su caparazón. Son jornadas grisáceas en las que el flanco occidental de la muralla se convierte en el mascarón de proa de un buque fantasma cuya cubierta se queda ayuna del canto de la tripulación. Las casas tienen las persianas echadas y por las esquinas sólo se oye el susurro melancólico de un viento que muerde el alma y congela la humedad de las baldosas. El frío de la meseta hiere, pero también limpia. Entra duro y seco en los pulmones con la fuerza y la precisión del bisturí que sabe ceñirse a su objetivo, y cuando se expulsa arrastra malos humos e impurezas que se pierden en el aire envuelto en bruma de la ciudad desierta.

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