La Noche de Reyes ha sido siempre mi celebración favorita de todas las que se suceden en las fechas navideñas. A la ilusión ingenua y algo temerosa de la infancia sucedió luego la alegría que uno siente al hacer regalos, y al saber o intuir que acierta haciéndolos, y la placidez de esa última reunión familiar que en mi caso es la que realmente marca el inicio oficioso de los doce meses que quedan por delante. Por mucho cartón piedra y mucho betún que ahora se descubra en las cabalgatas, sigue habiendo algo mágico en todos esos desfiles que, con mejor o peor fortuna, tratan de emular el paso errático de aquellos «magos de oriente» siguiendo la estrella que indicaba la ubicación exacta de Belén. Qué ganas tienen los niños de ver a los Reyes Magos, y cómo tiemblan de miedo cuando al fin los ven cerca y temen que puedan descubrir en sus miradas cándidas el eco de la última travesura, de alguna palabra malsonante, de ciertos pensamientos que quizá no sean del todo virtuosos.
Yo en la Noche de Reyes siempre me acabo acordando de mi tía Amor y de un poema que ella solía leerme cuando se acercaban estas fechas. Era un texto de Gloria Fuertes que se titulaba «El camello cojito» y que abría un libro del mismo título que quién sabe dónde andará después de tantos años. Debo de llevar unas tres décadas sin echarle el ojo, pero aún puedo repetir de memoria los primeros versos:
El camello se pinchó
con un cardo del camino,
el mecánico Melchor
le dio vino.
Baltasar fue a repostar
más allá del quinto pino
e, intranquilo, el gran Melchor
consultaba su Longinos:
«¡No llegamos, no llegamos
y el Santo Parto ha venido!»
Son las doce y tres minutos,
y tres reyes se han perdido.
Qué ternura inspiraban aquellos tres reyes perdidos en medio del desierto, preocupados de no llegar a tiempo a su cita más importante. Qué misterio envolvía y envuelve a esas tres figuras que llegan cada año desde tan lejos para traer algo de alegría a este rincón de la tierra. Había un villancico asturiano que cantaba mi madre cuyo estribillo, en sólo dos versos, me sigue pareciendo tremendamente evocador: «Van caminando per un camín, / van entrugando por un rapacín». Uno de mis sueños más inconfesables es el de poder oficiar alguna noche de algún 5 de enero de rey mago, y sentir lo que ellos sentían cuando, a lomos de sus camellos, se adentraban por tierras ignotas, inmersos en la búsqueda convencida de una nueva esperanza.