Siempre que vuelvo a Salamanca, aunque sea fugazmente, me gusta emplear unos minutos recorriendo arriba y abajo la calle Compañía. Se dice que alguien la rebautizó tiempo atrás como «calle de los tres coños» en virtud de las tres exclamaciones —«¡coño, qué grande!», «¡coño, qué guapa!», «¡coño, qué frío!»— que salen de la boca de los viajeros desavisados que llegan a ella por su parte baja y comienzan a ascender sin mucha idea de lo que les acabará deparando el breve trayecto. La calle Compañía brota como por casualidad al final de Bordadores, muy cerca de la Casa de las Muertes y de los aposentos que vieron a Unamuno purgar sus últimos días, y trepa suavemente entre piedras centenarias y silencios elocuentes, dejando a su paso rincones en penumbra con olor a incienso y libros viejos. Cuando uno concluye la andadura y llega a su cúspide, ese remate mágico donde los oropeles barrocos de la Clerecía confrontan la austeridad plateresca de la Casa de las Conchas, tiene la impresión de que ha recorrido varios siglos en unos pocos pasos.
Yo caminé mucho por la calle Compañía, pero recuerdo sobre todo una mañana muy fría del temprano octubre de 1998. Comenzaban las clases y yo había llegado la noche antes a una ciudad que aún desconocida. Madrugué más de la cuenta, aún no había amanecido, y muerto de miedo recorrí las venas angostas de la ciudad desierta. Me perdí y terminé saliendo a la trasera de San Benito por un callejón umbrío que me expulsó de las sordideces decrépitas del viejo barrio chino. Ni siquiera se habían encendido los faroles, y durante más de media hora permanecí apostado ante las puertas cerradas del Alcaraván hasta que, poco a poco, empezó a hacerse la luz en algunas ventanas y se escucharon pisadas y el lugar empezó a poblarse de rostros desconocidos que, eso no lo pensé entonces, estarían tan temerosos y tan inseguros como yo. Algunas de esas caras se harían muy familiares y muy queridas en las semanas y en los meses y en los años siguientes. A unas pocas he vuelto a verlas y de muchas hace tiempo que nada sé. Las recuerdo siempre que vuelvo a Salamanca y recorro arriba y abajo la calle Compañía porque no puedo sustraerme a la falsa impresión de que en cualquier instante volveré a cruzármelas, de que a la vuelta de una esquina me encontraré a cualquiera de los de entonces, que, claro, ni estamos ni somos ya los mismos. Desconcierta retomar lo que nos fue propio y descubrir que ahora pertenece más a otros, que ocupan el papel que durante un tiempo representamos nosotros y ocupan el escenario con la avidez y la urgencia del presente, sin pensar en el futuro en el que el aquí y el ahora serán ya inevitablemente pasado. Entre otras muchas cosas, eché de menos al violinista que se colocaba siempre frente a la almoneda e interpretaba unas melodías que en mi memoria siempre suenan desafinadas y cuyas notas me acompañaban en las tardes oscuras del invierno, cuando emprendía el camino de vuelta a casa con los libros bajo el brazo y el pensamiento ocupado en mantener el equilibrio sobre la delgada línea que separaba mi soledad de mis asuntos.
Muy bien descrito. Yo también vuelvo a Salamanca, donde también estudié, siempre que puedo, y me paseo por sus piedras centenarias tan conocidas para mí ahora y de las que me enamoré desde el primer día que pisé sus calles 🙂
Un saludo,
Livia
Muy despistada por los vagos recuerdos de mi época en Salamanca, recién licenciada por la universidad de Oviedo, me pregunto si la calle Jesús, estrechita, en una de cuyas casas, una pequeña residencia, viví mi segundo año salmantino, no estaba casi al lado de la calle Compañía. Saldré de dudas ahora mismo gracias a Google maps 🙂 Gracias por el recuerdo de una época de mi vida y de una ciudad imborrable.