Noticias del pasado

No extrañamos el espacio, sino el tiempo. Cuando uno se sorprende echando de menos un lugar, no añora tanto el lugar en sí como el periodo en el que residió en él. O, por decirlo con más exactitud, se recuerda con melancolía la apariencia y el carácter que tuvo determinado espacio geográfico en el tiempo preciso en que lo conocimos y lo habitamos como si no fuésemos a abandonarlo nunca. Hay unos versos célebres de Félix Grande que alertan de la imposibilidad del regreso: «Donde fuiste feliz alguna vez /no debieras volver jamás: el tiempo / habrá hecho sus destrozos, levantando / su muro fronterizo / contra el que la ilusión chocará estupefacta». Cuando uno permanece siempre en el mismo sitio, no percibe los cambios con tanta intensidad porque asiste, a veces sin darse cuenta, a su propio desarrollo; también porque, aunque no lo note, él mismo está cambiando a la vez que se modifica todo cuanto le rodea. Cuando uno se va, en cambio, retiene en su memoria la foto fija del lugar que abandona, y los sucesivos regresos no son más que la constatación de que ese lugar al que volvemos ha continuado su vida sin nosotros. No le fuimos imprescindibles y ha mudado las ropas, el aspecto, su forma de ser, sin contar con nuestro beneplácito; cuando nos vemos en él de nuevo sólo apreciamos, y con suerte, las sombras de un pasado que fue el tiempo en el que el lugar nos perteneció de veras. Ese lugar que ahora es un barco en alta mar del que sólo podemos despedirnos agitando un pañuelo en la orilla.

Mi madre me trajo este fin de semana un ejemplar de Mieres, años 80 y 90, un espléndido volumen en el que José Ramón Viejo recoge algunas de las fotografías que tomó en mi pueblo allá por las dos últimas décadas del siglo pasado. Son imágenes que traen noticias de una época irremediablemente extinta y  tienen la virtud de retener un tiempo que fue el mío. Un tiempo en el que aún no había ausencias ni casi pérdidas y la ciudad era siempre reconocible en sí misma, sin necesidad de remedos o subterfugios que superpusieran momentos distintos y distantes. Recorriendo las páginas del libro he podido imaginar que regresaba a unos lugares que ya no existen y que, en algunos casos, yacían amontonados en un rincón profundo del desván de la memoria. He vuelto a ver las mesas del Carolina, y las butacas del Capitol, y la entrada de algunos bares que visité mucho y que desaparecieron hace ya más años de los que vale la pena contar. He sonreído ante el rostro del viejo Johnny, que fue nuestro sheriff y nuestro legionario y lo que se terciara, y he paseado por la calle principal —que hoy es de Manuel Llaneza y antes fue de José Antonio y a mí siempre me gustó llamar Camposagrado, que tiene una sonoridad mucho más bonita— como se paseaba en aquellas mañanas de domingo con las aceras atestadas y la terraza del Palau llena de gente. Me he asomado a las calles del barrio de Santa Marina cuando aún me era posible llamar a la mayoría de los vecinos por su nombre, y he descendido una vez más a las cavidades subterráneas de la Buraka y he bailado la Danza Prima ante el ayuntamiento hasta el final, arriesgándome a sobrevolar los rescoldos de las llamas, y he cruzado las viejas vías del Vasco junto al antiguo edificio de la cantina. Y he caminado de nuevo por la entonces eterna y todavía abierta al tráfico calle de la Vega o del Viciu, en la que nació mi madre cuando aún se llamaba Conde de Guadalhorce, y he vuelto a contemplar la silueta negruzca de la iglesia del patrón con los mismos ojos con que la miraba cuando me llevaba por allí mi abuelo Juan y el mundo entero se llamaba Mieres y aún había muchas cosas por descubrir y casi todas estaban aún por estrenar. Me he sentido más en casa entre las fotografías de este libro que cuando vuelvo por allí y constato que las cosas cada vez casan peor con mis recuerdos. Una coplilla popular, compuesta en los tiempos en los que las aguas del Caudal se enfurecían a menudo y podían inundar barrios enteros, reza: «Lo mejor de Mieres, mío, / si no me lo lleva el río.» A veces temo que el río ya haya pasado llevándoselo todo. Por eso hay que agradecer que siempre haya alguna persona como José Ramón Viejo dispuesta a inmortalizar todo cuanto ve, para que ni a él ni a los demás se nos olvide.

mieres80

Foto: José Ramón Viejo [«Mieres, años 80 y 90»]

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