Sabina, ese machista

Ocurrió hace algunos años. El escritor Hernán Migoya publicó un cuento en el que un violador contaba su vida en primera persona y, antes de que cantase el gallo, le cayó la del pulpo. Se le acusó de hacer apología de la delincuencia sexual, en determinados foros le pusieron de pervertido para arriba y hasta su editora tuvo que dar explicaciones por la imperdonable osadía de haber dado a imprenta un libro sin someterlo previamente a la censura de los eficaces guardianes de la moral imperante. El asunto se olvidó a los pocos meses, en parte porque todo el mundo lo consideró un hecho aislado, pero en los últimos tiempos lo que una vez fue excepción se ha convertido en norma y hoy hay que andar con pies de plomo —sobre todo si uno se dedica a escribir o realiza labores que conllevan una cierta exposición pública— si no quiere que le consideren un individuo sospechoso de corromper, con nocturnidad y alevosía, a la sociedad en su conjunto. Hace cosa de una década, cuando se iniciaron las restricciones contra el tabaco en lugares públicos, se trucó una fotografía de Jean Paul Sartre en cuyo negativo original salía el filósofo fumando un cigarrillo. El otro día, en Facebook, alguien recriminó al escritor Juan Soto Ivars que utilizara la palabra «negro» para referirse a un negro. Unas semanas atrás, un canal de televisión ejemplificaba la implantación del machismo en la sociedad rescatando un chiste de Miguel Gila. No son pocos los que esporádicamente arremeten contra aquel viejo gag de Martes y Trece en el que Millán Salcedo, disfrazado de divo de la copla, cantaba lo de «Maricón de España», por más que el propio Millán Salcedo fuese homosexual, aunque no se supiera entonces.

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O Cardín o el diablo

Me gusta imaginar el asombro de la niña María Justina Sanz de Sautuola y Escalante cuando, en el verano de 1879, el azar puso ante sus ojos el milagro. No es el único caso: también he disfrutado, en mis visitas a los lugares que ellos descubrieron para el mundo, recreando el deslumbramiento gozoso, ese primer temblor, que tuvieron que experimentar el conde de la Vega del Sella, al saldar sus expediciones con éxitos, o el malogrado Tito Bustillo en aquella ocasión en que la luz de su linterna le devolvió la imagen de una cabeza de caballo que, impertérrita, había aguardado su visita durante unos cuantos miles de años. Sé que nunca descubriré unas pinturas rupestres, así que me vale con imaginar a los que sí lo hicieron en aquel trance irrepetible y fulgurante. Contaba Valentín Andrés que hubo en tierras de Candamo un vecino borrachín que solía ir a dormir sus melopeas al interior de una oquedad abierta en lo que siempre se conoció como La Peña, en lo alto del pueblo de San Román. En sus regresos a la aldea, contaba que allá dentro, a la luz de las hogueras que hacía para calentarse, podía ver cómo animales de toda clase y condición campaban a su antojo por los muros de la estancia apenas hollada desde quién sabe cuánto tiempo atrás. Como su afición por el alcohol era de sobra conocida, nadie le hizo caso y todos atribuyeron aquellos delirios a los efectos del vino o cualesquiera otros espirituosos. Cuando unos años después se descubrió en Candamo uno de los más importantes yacimientos de arte rupestre del noroeste mágico, aquel buen hombre ya había muerto y no pudo saber que sus visiones no habían sido el fruto de la embriaguez, sino un privilegio reservado a unos pocos mortales. ¿No es envidiable la suerte de un hombre que pudo disfrutar en soledad durante horas, a lo largo de varios días que conformaron toda una vida, del espectáculo único que se disponía sobre la que fue una de las primeras pantallas que concibió la humanidad? No sé por qué no se le pone en Candamo una estatua a aquel vecino que intentó profetizar la maravilla y sólo consiguió que los suyos hicieran oídos sordos ante lo que consideraron palabras necias.

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El puente de Salime

Se han evaporado las aguas del embalse y han salido a la luz, como emergen de cuando en cuando los secretos sumergidos, las ruinas de las casas del viejo pueblo de Salime. Asomado a la balconada de la presa, puede uno intuir los caminos y recodos que una vez transitaron los vecinos del lugar. Me contó Adolfo Rodríguez Asensio en una calurosísima tarde de verano, mientras comíamos en una taberna de Boal, que una vieja leyenda asegura que estos parajes fueron bautizados por el mismísimo diablo, quien en el tiempo que vio nacer a los primeros hombres sobre la tierra andaba saltando de risco en risco cuando un traspiés inoportuno dio con su cuerpo y con sus cuernos en las aguas del río. Se vio arrastrado por la corriente y, tras mucho forcejear y aprovechando un leve estancamiento del curso a la vuelta de un remanso, fue capaz de alcanzar la orilla, pero le pudo su indiscreción. El alborozado demonio comenzó a celebrar su gesta con grandes gritos proferidos a los cuatro vientos. «¡Salime! ¡Salime!», alardeaba hasta que unos cuantos lugareños, alertados por el estruendo, se acercaron hasta allá y al comprobar que el demonio en persona estaba haciendo escala en sus dominios le cogieron en volandas para arrojarlo de nuevo al caudal. Otra vez se vio el pobre Satán luchando por no ahogarse, y cuando por segunda vez consiguió escabullirse de las corrientes fluviales volvió a presumir, fuera de sí: «¡Subsalime ¡Subsalime!». Luego desapareció entre los bosques. Tiempo después, cuando las tribus fueron abandonando el nomadeo y comenzaron a instalar asentamientos fijos allí donde entendían que las condiciones eran propicias para la supervivencia, alguien recordó esa anécdota, que había corrido de boca en boca, de padres a hijos y de abuelos a nietos, y la utilizó para poner nombre a las aldeas que iban levantando para aposentar sus rutinas e instalar los cimientos de un incierto porvenir. Salime y Subsalime fueron, así, los primeros poblados que se fundaron en ese trecho del curso del Navia. Les siguieron otros como Salcedo, San Feliz, Doade, Saborín, Riodeporco, A Quintana, Barqueiría, Veiga Grande, San Pedro de Ernes, Vilagudín y Barcela. Todos ellos desaparecieron bajo el peso del progreso y de las aguas.

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Atocha 55

Cada vez que viene la lumbrera de turno contando que la Transición fue una carnavalada, cuando a algún pimpollo le da por decir que la izquierda de entonces estaba domesticada, siempre que el de más allá aparece con recetas para cocer salsas de estrellas rojas, yo me acuerdo de ellos. Se llamaban Enrique Valdevira Ibáñez, Luis Javier Benavides Orgaz, Francisco Javier Sauquillo Pérez del Arco, Serafín Holgado y Ángel Rodríguez Leal. Recuerdo que los mataron hace hoy cuarenta años, el 24 de enero de 1977, en un despacho laboralista de la calle de Atocha. Recuerdo que fueron víctimas de un terrorismo, el de ultraderecha, que rara vez computa en las estadísticas. Recuerdo que hubo quienes, en aquellos días, temieron con todo fundamento que pudiera frustrarse el difícil tránsito de la dictadura a la democracia. Y recuerdo que dos jornadas después, en sus funerales, el Partido Comunista de España dio una de las mayores muestras de valentía y dignidad y heroísmo que ha ofrecido a lo largo de su historia. Sin aquella actitud ejemplar —las imágenes del sepelio aún estremecen—, puede que no se hubiese logrado nada. Por eso está bien recordarlo en una fecha como ésta. Para que no se olvide. Y para evitar que, tantos años después, pretendan venir algunos a descubrirnos la pólvora.

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Calle Compañía

Siempre que vuelvo a Salamanca, aunque sea fugazmente, me gusta emplear unos minutos recorriendo arriba y abajo la calle Compañía. Se dice que alguien la rebautizó tiempo atrás como «calle de los tres coños» en virtud de las tres exclamaciones —«¡coño, qué grande!», «¡coño, qué guapa!», «¡coño, qué frío!»— que salen de la boca de los viajeros desavisados que llegan a ella por su parte baja y comienzan a ascender sin mucha idea de lo que les acabará deparando el breve trayecto. La calle Compañía brota como por casualidad al final de Bordadores, muy cerca de la Casa de las Muertes y de los aposentos que vieron a Unamuno purgar sus últimos días, y trepa suavemente entre piedras centenarias y silencios elocuentes, dejando a su paso rincones en penumbra con olor a incienso y libros viejos. Cuando uno concluye la andadura y llega a su cúspide, ese remate mágico donde los oropeles barrocos de la Clerecía confrontan la austeridad plateresca de la Casa de las Conchas, tiene la impresión de que ha recorrido varios siglos en unos pocos pasos.

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