Participé hace unos días en una mesa redonda en la que me sentaron junto a un amplio abanico de escritores, de entre los cuales había tres o cuatro que se financiaban la publicación de sus propios libros. Cuando uno de ellos tomó la palabra, se calificó a sí mismo como un autor «libre e independiente», y sostenía esa definición en el hecho de que no sólo se encargaba de escribir las páginas que en aquel momento presentaba ante los lectores, sino que también se ocupaba de corregirlas, maquetarlas y hasta de buscar el diseño y la ilustración más adecuados para las cubiertas. Me pareció atisbar en esas palabras, muy celebradas por algunos de nuestros compañeros de tertulia y por una parte del público, una cierta desconfianza, quizá también algo de rencor, hacia la figura del editor y sus atribuciones. No se trata de algo nuevo, pero creo que sí se ha generalizado bastante desde que las nuevas plataformas de autoedición permiten que con sólo unos pocos clics cualquiera pueda sentir la emoción de convertirse en best-seller por un día. Del mismo modo que las redes sociales han hecho que se asuma la falacia de que cualquier opinión merece respeto por el simple hecho de quedar reflejada por escrito, la facilidad con que podemos convertir en libro cualquier cosa escrita en las horas ociosas de las tardes, aunque sea con prisas y a vuelapluma, ha propiciado un incremento de conciencias autorales. El fenómeno avanza tan rápido, y parece tan imparable, que puede darse el caso de que pronto llegue a haber más escritores que lectores, si es que la proporción no se da ya.
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Miguel Barrero (Oviedo, 1980) ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven; KRK Ediciones, 2005), La vuelta a casa (KRK Ediciones, 2007), Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner; DVD Ediciones, 2008), La existencia de Dios (Trea, 2012), Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado; Trea, 2015) y El rinoceronte y el poeta (Alianza, 2017). También es autor de los ensayos Las tierras del fin del mundo (Trea, 2016) y La tinta del calamar (Trea, 2016; premio Rodolfo Walsh 2017). Codirigió el documental La estancia vacía (2007).