El otro día una librera contaba en Twitter una anécdota de su establecimiento como ejemplo de que no todo es tristeza en un gremio más acostumbrado a los surrealismos varios —lo demuestra Néstor Villazón en su anecdotario No vuelva usted mañana (Dolmen)— que a las razones para la esperanza. Una mujer había entrado con su hijo en busca de algún volumen sobre el mundo clásico, un tema que apasionaba al chaval. La librera, licenciada en Historia, se puso a hablar con ellos en torno a leyendas, mitologías y demás cuestiones de la antigüedad, y madre e hijo, alborozados tras comprender que habían ido a parar al lugar correcto, acabaron protagonizando una singular y entretenida tertulia que se prolongó hasta que la mujer compró unos cuantos libros, por valor de 80 euros, para satisfacer las ansias lectoras de su vástago. La cosa habría quedado en un relato simpático y luminoso de no haber sido porque una tuitera hizo su irrupción para criticar que alguien pudiera llegar a gastarse 80 euros en libros y que una tercera, la librera en cuestión, se atreviese a alardear de ello. «Eso es clasismo», dictaminó, y se quedó tan ancha como sólo saben quedarse los poseedores de las verdades absolutas una vez que atinan a poner negro sobre blanco su formulación.
Estoy seguro de que la chica para la que gastar dinero en libros es un gesto de clasismo alguna vez se ha llenado la boca, o se la llenará, con pomposas palabras en defensa de la cultura. Probablemente abogue también porque ésta sea gratuita y cualquiera pueda tener acceso a cualquier clase de contenido sin abonar por él un precio, aunque sea simbólico. Poco después de conocer esta historia, la escritora María Zaragoza relataba en su cuenta de Facebook como una ¿lectora? se había dirigido a ella para preguntarle dónde podía leer sus libros gratis. Es costumbre que Lorenzo Silva, cada vez que alumbra un nuevo título, cuelgue pantallazos de páginas en las que éste se ofrece para su libre descarga. No hace falta que me extienda en los problemas de los cineastas para sacar una rentabilidad mínima a sus películas, toda vez que éstas se encuentran disponibles para uso y disfrute de todo el mundo, y a coste cero, casi recién estrenadas. De la música tampoco hace falta hablar demasiado. No pasa nada, nunca pasa nada, porque en España la cultura siempre ha sido la hermana pobre, o la hija desheredada. Pocos partidos políticos se han atrevido —y los que lo han hecho, rara vez de forma constante— a tomar cartas en el triste asunto de la piratería, y conmueve ver cómo algunos se lanzan a defender, con toda la razón, al gremio de taxistas frente a las plataformas que les sabotean el negocio mientras miran para otro lado cuando la cosa atañe a escritores, músicos o directores de cine. Nada nuevo en un país que dejó morir de hambre a muchos de sus mejores creadores y donde hay candidatas a manejar el cotarro que se atreven a definir la cultura como el caladero en el que pescar las monedas que puedan dejar los turistas que lleguen desde las excelentes playas de Asia.
En la Casa de las Siete Chimeneas han sido incapaces de desarrollar una Ley de Mecenazgo, pese a que empezaron a hablar de ella hace más de cinco años, y las partidas para la adquisición de fondos bibliotecarios continúan rozando la miseria —hasta algún viceconsejero hay por aquí cerca sosteniendo que las bibliotecas tienen ya libros de sobra—. Los escritores que se han jubilado de sus profesiones tienen que elegir entre la pensión que le corresponde o sus derechos de autor, en aras de una normativa obsoleta y restrictiva contra la que combaten, con empeño y argumentos, la plataforma Seguir Creando y la Asociación Colegial de Escritores, comandada por Manuel Rico. Los escritores, los libreros, los editores, han de trabajar para el enriquecimiento del acervo colectivo, pero no pueden exigir nada a cambio, ni siquiera recibir unos estipendios que les permitan vivir con dignidad. Me contaba Jorge Carrión, autor del estupendo Librerías (Anagrama), cómo a él llegaron a recriminarle que defendiera el viejo modelo de negocio cuando, en nuestros tiempos, lo «popular» (sic) es comprar en Amazon. Gastar 80 euros en libros, y encima en una librería de barrio, es un acto de clasismo. También una estupidez, máxime cuando con ese capital uno podría adquirir ochenta veces el Banco Popular. Supongo que también será elitista comer todos los días, ducharse cada mañana o renovar de vez en cuando el vestuario. De lo que no tengo duda es de que, cada vez más, estamos rodeados.
[El Cuaderno, 9 de junio de 2017]