Hasta la Laguna Negra

Algunos lugares calan tan hondo que empiezas a añorarlos antes de haberlos abandonado del todo. Hacía tiempo que quería conocer Soria y llegué hasta ella sin darme cuenta de que Soria ya había entrado en mí sin que me lo advirtiera gracias a las muchas lecturas que la habían convertido en parte de mi imaginario. Es emocionante contemplar con nuestros propios ojos aquello que jamás creímos que existiera más allá de las páginas de un libro. A espaldas de la capilla del Mirón pude comprobar que existía realmente el Monte de las Ánimas, y aunque la niebla me impidió discernir si la niebla del Moncayo lucía blanca y rosa allá en el cielo de Aragón, tan bella, sí pude pasear entre los portentosos arcos del vetusto convento de San Juan en el que Gustavo Adolfo Bécquer quiso situar el inicio de «El rayo de luna». Aprendí que la historia reciente de Soria es también la historia de la recuperación del Duero, y que el famoso poema de Gerardo Diego que hablaba de un río solitario y abandonado a su suerte («Río Duero, río Duero, / nadie a acompañarte baja») se ha quedado obsoleto porque son hoy muchos quienes descienden de la ciudad para seguir su curso en la enigmática ruta que va del viejo puente románico a la inverosímil ermita de San Saturio, que se refleja en las aguas como si éstas fueran su espejo y se aparece multiplicada por dos ante los ojos del caminante.

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La Dama

La Dama de Elche se descubrió ante el mundo un 4 de agosto. Fue en 1897 y gracias a un grupo de obreros que se encontraban realizando un desmonte en la ladera sureste de la loma de La Alcudia. Ahora sabemos que en ese lugar hubo un asentamiento íbero, pero los trabajadores que hundían sus aperos en la tierra en aquella calurosa mañana de verano desconocían por completo ese dato. La tradición asegura que fue el más joven del grupo, Manuel Campello Esclápez, apodado Manolico, el primero en dar con el prodigio. Mientras sus compañeros hacían una breve pausa para el almuerzo, él siguió afanándose en la tarea hasta comprobar cómo su azadón tropezaba contra una superficie dura que nada tenía que ver con el resto del terreno. Dio una voz para avisar al resto y entre todos exhumaron aquel gran rostro de piedra que había permanecido oculto durante siglos. Observarla cara a cara por vez primera tuvo que ser algo parecido a mirar a los ojos a la eternidad. Manuel Campello Esclápez, Manolico, la bautizó en ese preciso instante como Reina Mora.

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La cabina

Es sabido que todo pasa —lo cantaba muy bien Mercedes Sosa: «cambia, todo cambia»—, pero de un tiempo a esta parte los ritmos se han vuelto tan veloces que muchas veces nos enteramos de que algo ha dejado de existir porque encontramos en el periódico la noticia que nos alerta de su extinción. He leído hoy en El País un espléndido reportaje de Daniel Verdú sobre una de las doce cabinas telefónicas que aún resisten en la Puerta del Sol y he recordado cuánto me sorprendió cerciorarme de que, efectivamente, estaban desapareciendo esos habitáculos transparentes que uno usaba para tranquilizar a la familia, quedar con los amigos o responder alguna solicitud laboral que se hubiera quedado en el camino. Ocurrió en los primeros días del otoño de 2010, cuando el pintor Adolfo P. Suárez me invitó a pasar unos días en la casa que posee su familia en las montañas de Ponga. Una mañana, paseando después del desayuno, me encontré en una placita de San Juan de Beleño con una cabina similar a las que no mucho tiempo atrás podían encontrarse en las esquinas de mi pueblo o en las de cualquier ciudad. Pensé que llevaba mucho tiempo sin ver una similar, y sé que me pregunté, algo enojado conmigo mismo, por qué no me había dado cuenta hasta entonces. Ahora sé que había en el año 2000 un total de 200.000 cabinas telefónicas repartidas por España y que en la actualidad quedan unas 26.000, tirando por lo alto. Según parece, después de diciembre de 2016, y en estricto cumplimiento de la legalidad vigente, no quedará ya ninguna.

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La camiseta de Nuno

Aquella joven promesa del fútbol patrio había fichado en verano por un equipo bastante apañado de la primera división. Seis meses después, movido por la lógica curiosidad y el no menos racional impulso de vender el mayor número de periódicos posible, al responsable de la sección deportiva del diario en el que yo trabajaba por entonces se le ocurrió que podía ser buena idea enviar a un redactor a la ciudad donde la rutilante estrella llevaba residiendo medio año para interesarse in situ por sus nuevos usos y costumbres. Diré que la ciudad en cuestión era Zaragoza, pero omitiré piadosamente el nombre del futbolista. El caso es que el periodista al que se le acabó encargando tal lance telefoneó al jugador para acordar una cita y, como jamás en la vida había estado en Zaragoza, propuso un encuentro en una fecha concreta, a una hora determinada, frente a las puertas de la basílica del Pilar. «No sé dónde está», respondió el astro del deporte rey sin dar más explicaciones. Mi colega supo salir rápido del paso planteando que la cita se produjera a las puertas del ayuntamiento, dando por sentado que una de las primeras cosas que averigua cualquiera que cambie de ciudad son las señas postales de su nuevo consistorio. «Tampoco sé dónde está porque no he ido nunca», respondió su interlocutor al otro lado del cable con descarnada sinceridad. El intrépido cronista deportivo, cansado del rumbo que estaba tomando aquel diálogo de besugos y algo molesto por las risas de quienes nos apiñábamos a su alrededor para no perder comba, se vio de pronto atrincherado y optó por la única salida posible: «vamos a ver, amigo, ¿tú qué conoces de Zaragoza?» Hubo un breve silencio hasta que la voz del futbolista llegó, monocorde pero firme, desde las lejanías aragonesas: «el estadio de La Romareda y El Corte Inglés».

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Ecos de Oporto

Mi hermano llegará muy pronto a Oporto y ese viaje suyo de ahora me ha recordado al que a mí me llevó a esa misma ciudad hace ya un par de veranos. Parece como si las ciudades calaran más hondo cuando uno las descubre sin esperarlas. Nosotros nos detuvimos en Oporto porque queríamos llegar a Lisboa y entendimos que el viaje era demasiado largo como para plantearlo de una sentada. Sin demasiado convencimiento, pensamos que estaría bien instalar allí el cuartel general durante un par de días para dar un breve paseo por la ciudad y, de paso, conocer algunos enclaves del norte del país: Braga, Aveiro, Miranda… No cumplimos con el propósito o lo hicimos sólo a medias, porque aquella ciudad que siempre parece a punto de desmoronarse nos impresionó de tal forma que durante las dos jornadas y media que estuvimos allí no hicimos otra cosa que recorrer sus calles de arriba abajo y dejarnos engatusar por unos rincones que, al menos en apariencia, seguían inexplorados.

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