Algunos lugares calan tan hondo que empiezas a añorarlos antes de haberlos abandonado del todo. Hacía tiempo que quería conocer Soria y llegué hasta ella sin darme cuenta de que Soria ya había entrado en mí sin que me lo advirtiera gracias a las muchas lecturas que la habían convertido en parte de mi imaginario. Es emocionante contemplar con nuestros propios ojos aquello que jamás creímos que existiera más allá de las páginas de un libro. A espaldas de la capilla del Mirón pude comprobar que existía realmente el Monte de las Ánimas, y aunque la niebla me impidió discernir si la niebla del Moncayo lucía blanca y rosa allá en el cielo de Aragón, tan bella, sí pude pasear entre los portentosos arcos del vetusto convento de San Juan en el que Gustavo Adolfo Bécquer quiso situar el inicio de «El rayo de luna». Aprendí que la historia reciente de Soria es también la historia de la recuperación del Duero, y que el famoso poema de Gerardo Diego que hablaba de un río solitario y abandonado a su suerte («Río Duero, río Duero, / nadie a acompañarte baja») se ha quedado obsoleto porque son hoy muchos quienes descienden de la ciudad para seguir su curso en la enigmática ruta que va del viejo puente románico a la inverosímil ermita de San Saturio, que se refleja en las aguas como si éstas fueran su espejo y se aparece multiplicada por dos ante los ojos del caminante.
Pero el mayor descubrimiento no estaba en la misma Soria, sino en sus alrededores, y nos lo facilitó una recomendación de Carlos Martínez, el alcalde, que en vísperas de nuestra partida, y al calor de unos torreznos, dijo: «No os podéis ir sin visitar la Laguna Negra, es puro Alvargonzález». Y de pronto la Laguna Negra, que yo siempre había imaginado como un lugar ficticio enclavado en algún recodo inexacto de las fuentes del Duero («Llegaron los asesinos / hasta la Laguna Negra»), tomó forma para convertirse en un destino plausible, una realidad contrastable más allá de los circunloquios machadianos y de las reminiscencias turbias de aquel romance que hablaba de un parricidio y un trauma familiar y todas esas sombras que durante siglos y siglos han ido configurando la negritud de España. Para llegar hasta la Laguna Negra —que en mi imaginación se dibujaba como una charca infame en medio de un terreno árido en el que sólo podían encontrar cobijo el desconsuelo y la desesperación— hay que dejar el coche en un pequeño claro donde un pequeño cartel indica que a partir de ahí es obligatorio hacer el camino a pie. Luego toca andar un par de kilómetros, siempre cuesta arriba, hasta que la carretera se convierta en un pequeño sendero que, casi a traición, desemboca en el prodigio. Podrían emplearse decenas de epítetos para glosar la Laguna Negra, pero sería inútil porque los más apropiados ya los empleó Antonio Machado en el broche final de su poema, en esa última estrofa que no pude recordar de memoria allí mismo, sobre el terreno, pero que revisé en cuanto volví al coche y saqué del maletero el libro que, por pura infección sentimental, había querido llevar para que hiciera el viaje conmigo: «[…] agua transparente y muda / que enorme muro de piedra, / donde los buitres anidan / y el eco duerme, rodea; / agua clara donde beben / las águilas de la sierra, / donde el jabalí del monte / y el ciervo y el corzo abrevan; / agua pura y silenciosa / que copia cosas eternas; / agua impasible que guarda / en su seno las estrellas».