No se sabe si las calles vacías de la vieja ciudad de vacaciones aguardan nuevos pasos que las llenen o se limitan a asumir resignadamente su condición de víctimas del tiempo. Si uno pasea por ellas al atardecer, puede cobijar la falsa impresión de encontrarse en medio del decorado de uno de esos telefilmes de sobremesa ambientados en idílicos pueblecitos en los que siempre ocurre algo perverso en el momento más inesperado. Si la visita se produce de buena mañana y en el ecuador del verano, los matices cambian porque la vieja ciudad de vacaciones ha caído en el desuso, pero no del todo en el olvido. Aún hay matrimonios con hijos y parejas de edad mediana que se dejan caer por aquí de vez en cuando. También algún turista despistado se asoma al paseo marítimo de aire vintage que une las pequeñas calas con la playa principal y confiere a todo el conjunto un cierto carisma de resort para proletarios. «Tendrías que haber visto esto en su mejor momento», me dice uno de mis acompañantes, «cuando llegaba el primer día de julio y por aquí casi ni se podía caminar». En verdad tuvieron que ser aquellos buenos tiempos, porque la estampa que ahora mismo se presenta a nuestros ojos se aproxima bastante al concepto de desolación: persianas bajadas, un césped selvático, basura acumulada en las esquinas, aceras malheridas de socavones, calzadas infestadas de baches. En el pórtico de la pequeña iglesia ha acampado un grupo de amigos que disponen sobre un mantel la tortilla de patata, los refrescos y unos filetes empanados. En la pequeña pradera que se abre al borde del acantilado, una familia gitana aprovecha una de las parrillas que aún siguen habilitadas en la zona para celebrar con una barbacoa el cumpleaños de la que parece ser la niña más pequeña de la prole.
La vieja ciudad de vacaciones, en su día un destino anhelado por miles de trabajadores, se ha ido convirtiendo paulatinamente en un refugio que acoge por igual a los nostálgicos y a quienes, a falta de algo mejor, sólo pueden conformarse con las ruinas de un confort que no llegó a pertenecerles. Hasta la oxidada garita de seguridad que aún se levanta a la entrada y el cartel que anuncia nuestra entrada en lo que quiso ser encarnación urbanística del paraíso en la tierra se han visto reducidos a la humillante condición de anacronismos impuestos por la necesidad. Tras ellos se abre la parcela donde una vez se alzó el lustroso hotel que hubo que derribar a principios de siglo por culpa de una aluminosis, y a continuación van brotando sobre el terreno, como frutas desalojadas de su temporada, los chalés que una vez se codiciaron y hoy duermen, inquietos, el sueño de una plenitud imposible. Son construcciones sencillas pero, a la vez, dotadas de cierta vocación por adaptarse a las vanguardias, o a lo que su diseñador creía que era vanguardia allá por la despreocupada década de los sesenta. «Tendrías que haber visto esto en su mejor momento», insiste mi acompañante explicando que esa época la constituyeron las décadas de 1970 y 1980, cuando la vieja ciudad de vacaciones aún era un invento nuevo o aprovechable y eran legión quienes reservaban aquí una pequeña casa con vistas a la ilusión de un porvenir diferente. «Llegaban trabajadores de la minería y de la siderurgia, pero también del sur, andaluces y extremeños sobre todo». Mientras escucho sus palabras, reparo en los pequeños grupos que juegan a las cartas o toman el sol mirando al mar, en las parcelas verdes que quedan libres entre las casas, y me pregunto cuántos de ellos serán hijos o nietos de aquellos veraneantes, cuántos estarán aquí porque a lo largo de su infancia vinieron verano tras verano y ahora han descubierto que ya no sabrían hacer otra cosa, cuántos pasan sus estíos en esta vieja ciudad de vacaciones que ni es ya ciudad ni puede ofrecer descanso a nadie, pero que ellos siguen asociando con lo mejor o lo más salvable de sus biografías. Mi padre, que viene con nosotros, me enseña el chalé que mis abuelos y él ocuparon un verano y relata cómo en el gran comedor colectivo, un día a la semana, retiraban las sillas e instalaban una pantalla sobre la que se proyectaban películas. El otro comedor, el pequeño, sigue en pie junto al edificio que albergaba la recepción y que mantiene ese aire entrañable que siempre acaban teniendo las modernidades cuando sucumben a la inevitable obsolescencia. ¿En qué momento y por qué razón se truncó el futuro de la vieja ciudad de vacaciones? Hay quien señala varias causas: la larga agonía de un modelo que hundía su raíces en el paternalismo empresarial y exhaló cuando los noventa desembarcaron prometiendo que la riqueza y la prosperidad también podían ser transversales; el desinterés de la comunidad autónoma una vez se le transfirió la propiedad y se vio desprovista de mecanismos apropiados para sacarla adelante; la escasa iniciativa de un empresariado sin capacidad de imaginación; una claúsula en la cédula fundacional con la que el ministro franquista que dio carta de naturaleza a la criatura estipulaba que si alguna vez ésta perdía su fin social los terrenos debían volver a registrarse a nombre de las familias expropiadas. La vieja ciudad de vacaciones, que no entiende de vericuetos administrativos, espera mientras tanto la resolución de esta partida al todo o nada y acoge nuestros pasos con silenciosa indiferencia. La misma con la que contempla a los viejos veraneantes que regresan buscando resquicios de lo que entienden que pudo ser lo mejor de su pasado, y que acampan a las puertas de sus chalés, o en los claros que van buscando el mar entre las arboledas, como si nada hubiese cambiado desde la lejana infancia y la vieja ciudad de vacaciones aún fuese eso y no el fantasma amable que hoy recibe, envejecido, sus nostalgias.