Teoría de los caminos

Tengo un amigo que anda haciendo el tramo de la ruta jacobea comprendido entre Pamplona y Frómista. Cada noche nos envía a un grupo de interlocutores digitales un parte electrónico de sus andanzas a fin de que comprobemos que llega sano y salvo a las correspondientes hijuelas, y al amanecer saluda nuestro despertar, inevitablemente mucho más tardío que el suyo, con una foto que nos indica que se ha lanzado ya al itinerario marcado para el día y que la fascitis plantar que sufre en uno de sus pies se mantiene a raya. Mi amigo salió de casa y se puso a caminar en soledad, que es como se echan a andar los valientes y los lunáticos, y cuando me contó su propósito yo me acordé de esa peregrina estadounidense cuyo rastro se perdió a la altura de Astorga y de la que poco o nada se sabe aún hoy, mientras escribo estas líneas. No llegué a comentárselo para no amargarle el viaje, pero sé que tampoco se habría echado atrás. Cualquier camino, y el Camino en particular, es terreno abonado para forajidos y bandoleros, como es bien sabido desde la lejana noche en que se produjo aquel descubrimiento en Compostela. En mi infancia me compré un tebeo en el que se trasvasaba a viñetas la conocida leyenda de don Gaiferos y allí se hablaba mucho de la dialéctica entre la santidad de los propósitos y el paganismo del tránsito. Algo de eso había también en La vía láctea, el largometraje de Buñuel en el que dos peregrinos completaban el Camino, en medio de un desfile dialéctico en el que asomaban todas las herejías habidas y por haber, para acabar yaciendo por turnos con una prostituta ante las mismas puertas de Santiago. El Camino, cualquier camino, es una invitación a la aventura y una asunción de ciertos riesgos. Cuando en 1905 el director de El Imparcial llamó a su despacho a Azorín para encargarle que recorriera las llanuras manchegas por las que había transitado don Quijote y elaborara una serie de crónicas relatando su experiencia, le hizo solemne entrega de una pistola con la que protegerse de los bandidos. No consta que el autor de La voluntad llegara a usarla, pero ahí la tuvo durante todo el viaje, a resguardo en el zurrón, por si las moscas.

Mi amigo, el de la fascitis plantar, nos contaba esta semana dos cosas: que llevaba andados más de treinta kilómetros junto a un devoto de San Francisco de Asis que tenía tanta confianza con su custodio que hasta se refería a él como «Paquito» y que jamás se había dibujado en su ánimo la posibilidad de llegar a Compostela. Ni Galicia ni la divinidad, ni mucho menos el perdón, le interesan lo más mínimo, según dice, porque en realidad es el camino lo único que importa. Me acordé de dos libros que, en cierto modo, vienen a darle la razón. En El desvío a Santiago, Cees Nooteboom convierte lo que se presenta como un vago propósito inicial en un meandro infinito que recorre de sur a norte, de este a oeste, la vertiente hispánica de la península. Las páginas de Nunca llegaré a Santiago le sirven a Gregorio Morán para aparcar momentáneamente su afición a documentar teorías conspiratorias y entregarse a una delicada narración de un peregrinaje que no persigue el arrobamiento ante la fachada del Obradoiro, algo que incluso evita, sino sólo una lánguida contemplación del ocaso en los acantilados de Finisterre, allá donde una antigua tradición quiso concluir que se terminaba el mundo. En ninguno de esos dos casos es el camino un medio, sino un fin en sí mismo, y lo que en otras circunstancias es motivo y resorte se convierte aquí simplemente en excusa con la que justificar el impulso de salirle a la vida al paso. «Sin dolor no hay gloria», dice el conocido lema que uno encuentra multiplicado por mil en las calles que cobijan el sueño eterno del apóstol, pero aquí se trata de obviar la gloria y evitar el dolor; de hacer del camino no un instrumento de suplicio, sino una fuente de placer; de descubrir que andar sirve para redimensionar a escala humana todo lo que la rutina diaria distorsiona o arrebata. Camilo José Cela, en los inicios de su Viaje a la Alcarria, ofreció, desglosada, la receta: etapas ni cortas ni largas, ése era el secreto, una legua y una hora de descanso, otra legua y otra hora de descanso. Antonio Muñoz Molina acaba de publicar El faro del fin del Hudson, un libro hermoso en el que glosa sus paseos neoyorquinos: «Dejarse llevar para que la escritura se vaya haciendo ella sola, para que se ordene sin designio como las guirnaldas de espuma sucia y hojas empapadas y madera a la deriva a lo largo de la orilla del río».

[Artículo completo en Asturias24]

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«La vía láctea» (Luis Buñuel, 1969)

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