Memorias de becario

Todos los periodistas añoramos secretamente nuestros años de becarios cuando llegan los meses de julio y agosto y nos empezamos a asomar día tras día al vértigo inocuo de los suplementos de verano. Es inevitable sentir envidia de uno mismo en aquellos tiempos en los que fue mucho más desconocido e infinitamente menos valorado de lo que pueda ser ahora, en el supuesto de que ahora se le valore algo, pero en los que a pesar de eso, o precisamente por ello, gozó de una libertad que hoy le está irremediablemente vetada. Se suele culpar a los becarios del descenso en la calidad de los periódicos durante la época vacacional, y rara vez se piensa que ellos son consecuencia, y no causa, de las maledicencias estivales. Llenar un periódico es muy duro, sobre todo cuando no hay temas de los que tirar, y pocos periodistas con una trayectoria medianamente sólida a sus espaldas están dispuestos a manchar su reputación firmando informaciones de tercera o crónicas intrascendentes en torno a la penúltima fiesta campestre o el próximo concierto en la plaza del pueblo. Esa clase de textos que es imposible escribir con rigor, porque resultan tan inanes que ni hay rigor al que plegarse, y que sólo sus propios protagonistas leerán al día siguiente. Por eso cuando uno es becario lo es con todas las consecuencias: cargará sobre sus espaldas con la responsabilidad de todos los males del periodismo, pero a cambio podrá escribir lo que le venga en gana sin que a nadie le preocupe demasiado.

Yo recuerdo, por ejemplo, cómo una compañera puso a caer de un burro por teléfono al alcalde de mi pueblo, a cuenta de no sé qué malentendido con una tubería, del mismo modo que no olvido la tarde en la que casé a un prohombre local con una mujer que resultó no ser la suya y armé un jaleo de proporciones similares a las de la vena que ardía en la frente de mi jefe de sección mientras me echaba la bronca. Meteduras de pata que lo eran menos porque en plenas molicies estivales hay pocas cosas que interesen tanto como para rasgarse las vestiduras, y al fin y al cabo los becarios no dejan de ser tiernos animales de compañía que desaparecerán en cuanto agosto inicie sus estertores y vuelvan los profesionales respetables a ocuparse de las cosas serias. En realidad, a los becarios sólo se les requiere como excusa propiciatoria para organizar cenas de empresa en plena canícula. Nada que objetar. La precariedad tiene esas cosas y el oficio, además de resquemores, también ofrecía episodios dignos de permanecer en el vaporoso álbum fotográfico de la memoria. Podría hablar de cómo una vez entrevisté durante media hora a un domador de serpientes empezado en enroscar su pitón alrededor de mi cuello, o del sofoco que pasé cuando me quedé en blanco ante el mismísimo Ángel González, que me observaba resignado desde su silla, sin esperanza ni convencimiento en que saliese de mi boca alguna pregunta medianamente sensata. Me tropecé en una sobremesa a Arturo Fernández ciego de amaretto en la terraza de un restaurante de postín, y no sólo me brindó una entrevista muy jovial sino que hasta me pagó un par de chupitos. Sin saber cómo, hice llorar a una tierna Karina al otro lado del teléfono una tarde en la que me encomendaron preguntarle un par de cosas a propósito de un concierto que iba a dar en mi ciudad, y hasta me permití el lujo de hacerle un feo al gran Luis Aguilé después de lanzarle un par de interrogantes a vuelapluma. No todo eran, sin embargo, sinsabores. El manager de un grupo escocés me escribió un correo para darme la enhorabuena por una entrevista que me inventé de arriba abajo, porque no había entendido ni una sola sílaba de las respuestas que la tarde anterior me habían dado sus integrantes, y un boxeador retirado solía pasar tarde sí y tarde no por la redacción para dictarme crónicas que nunca se publicaban, pero que él disfrutaba elaborando en su cabeza. No llegué al nivel de una compañera que, al emplearse a fondo en la cobertura de una romería, llegó a pedirle al encargado de la comisión de fiestas que le facilitara el repertorio que, esa misma noche, interpretaría la orquesta. Sí me queda, en cambio, el regusto de lo que tal vez fue una ocasión perdida: al término de una entrevista, Danny Danniel me ofreció colaborar como letrista en el disco que estaba preparando en aquella época. Yo rechacé la proposición. Han pasado ya doce años, y aún no sé si me arrepiento.

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