Los muertos

La historia pasó inadvertida entre las cartas al director del diario El País. La relataba el hijo de la protagonista, una anciana de 88 años a la que el director de seguros de su banco había desprovisto de su «prestación por supervivencia» —al parecer, una renta asegurada vitalicia que la mujer tenía contratada— al no haberse acreditado de manera conveniente «la supervivencia del asegurado». Hasta aquí la cosa no se saldría mucho de los márgenes normales de no ser porque la misiva iba dirigida a la propia titular de la renta, es decir, a la asegurada cuya supervivencia se ponía en duda, y es esta circunstancia la que hace que el último párrafo pase de resultar sólo curioso a ser francamente hilarante. En él, dirigiéndose en todo momento a la señora, se dice que «en caso de haberse producido el fallecimiento del asegurado, rogamos acuda a su sucursal, donde le informarán del procedimiento a seguir para solicitar la prestación por fallecimiento correspondiente». Los pocos lectores que en medio de los calores estivales repararon en este homenaje burocrático a las esencias kafkianas se apresuraron a culpar al banco de su escasa sensibilidad, achacándole una supuesta pereza a la hora de contrastar con sus propios medios la buena o mala salud de sus clientes. Yo recordé a una tía abuela que todos los años, por las mismas fechas, cogía un tren a Oviedo para renovar los papeles del seguro. En los días previos me preguntaba si quería acompañarla y me decía que iba hasta las oficinas de su compañía aseguradora a decir que seguía viva. Tengo la impresión de que, a medida que transcurría el tiempo y los años iban desfilando por el calendario, aquella obligación administrativa se había ido convirtiendo para ella en una especie de exigencia vital, como si año tras año necesitara empuñar el bolígrafo que le tendía el empleado de la compañía y estampar su rúbrica en el formulario para cerciorarse ella misma de que aún seguía formando parte del universo de los vivos. Cuando se murió, una de las primeras cosas que pensé fue que unos meses más tarde, en aquel mostrador gris escondido en un lúgubre entresuelo de la capital, un oficinista la echaría de menos, extraería unos papeles de algún cajón y, con esa frialdad con que llevamos a cabo todo lo que nos resulta indiferente, los guardaría en la carpeta a la que irían a parar las cosas que quedaban ya amortizadas para siempre.

Esta tía abuela mía era muy dada a recordarnos a quienes pululábamos por sus alrededores que la vida son dos días, y que la mitad llueve. En verdad, si hacemos el cómputo desde los mismos orígenes de la historia hasta el momento presente nadie puede negar que el número de personas que han dejado de respirar resulta muy superior al de las que seguimos haciéndolo, de modo que no queda otra opción que convenir que, como decía el título de aquella novela de Carmen Martín Gaite, lo raro es vivir. Hasta nosotros mismos caemos en la trampa y enviamos al otro barrio todo aquello con lo que, de un día para otro y muchas veces de forma un tanto caprichosa, dejamos de contar. Existe una página web en la que proponen al visitante un curioso test: una a una van pasando fotografías de personalidades bien conocidas dentro de los ámbitos político, social o cultural, y el internauta debe decir si se trata de gente que ya se ha muerto o si, por el contrario, siguen vivos y coleando. Tarde o temprano llega el error, porque siempre hay actores que llevan demasiados años sin festejar un estreno, o políticos a los que hace tiempo que no vemos sentados en el escaño, o figurones de la farándula que apenas salen ya por televisión. A veces basta un mínimo tiempo de silencio o unas dosis adecuadas de discreción para que, en una época tan ruidosa como ésta, concluyamos que algo o alguien ha dejado de existir. Supimos que Álvarez del Manzano seguía vivo cuando nos enteramos de que andaba ocupando un puesto en el IFEMA por el que cobraba un pastizal, y a veces hasta tenemos dudas de que el propio Rajoy no esté fiambre y sean sus dobles, o sus clones, los que salen a pasear de cuando en cuando por ferias y mercados o se dejan ver nadando por los cristalinos ríos gallegos. No sería raro porque en Galicia tienen una relación especial con la muerte y sus aledaños. Uno de allí que mandó mucho se hizo erigir un panteón a costa del erario público que ahí sigue, superponiendo orgulloso su perfil al de la montaña que lo acoge, sin que a sus descendientes les cueste un céntimo la broma. A otro que también mandó bastante se le creyó muerto por dos veces, y antes de irse del todo aún tuvo tiempo para liderar la oposición en Madrid, presidir una comunidad autónoma y hacer por dar su nombre a toda una ciudad de la cultura.

[Artículo completo en Asturias24]

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«The Dead» (John Huston, 1987)

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