En la década de los ochenta se emitió por televisión una serie titulada Muerte de un poeta que me brindó mi primera noción de la tragedia lorquiana. Creo que no llegué a ver ningún episodio completo porque la emitían muy tarde, pero recuerdo la cabecera en la que varias voces que sonaban agresivas, burdas, desprovistas del menor asomo de empatía o de piedad, se dirigían a alguien que nunca replicaba y del que sólo se ofrecía un plano que relampagueaba entre dos fundidos a negro. El montaje tenía algo que lo hacía repulsivo, en el sentido de que el espectador entendía de inmediato que sus omisiones ocultaban una feroz brutalidad. Yo era entonces demasiado niño para comprender las razones que pueden llevar a unos hombres a asesinar a otro, sobre todo cuando ese otro no les ha hecho nada a ellos. Sólo escribir unos pocos versos y tocar el piano, y acaso contar historias o leer o recitar de vez en cuando en fiestas privadas, con la única compañía de la familia y los amigos. Vivir, en resumidas cuentas.
Ahora que se cumplen 79 años del asesinato de Federico García Lorca me acuerdo de varias cosas. Me vienen a la memoria las palabras con las que Queipo de Llano respondió a quienes, por teléfono, le preguntaron qué tocaba hacer con el poeta felizmente capturado en la casa de la familia Rosales —«café, mucho café», dicen que dijo—, y como en un eco aparecen esas otras palabras del mismo militar que pueden escucharse fácilmente en Internet y con las que conmina a las tropas franquistas a violar a cuantas mujeres republicanas encuentren a su paso para que sepan cómo son los hombres de verdad. En eso radicó, precisamente, una de las mayores diferencias entre leales y rebeldes a lo largo de la contienda: mientras la II República juzgó y castigó, muchas veces con la muerte, los comportamientos reprobables que se daban en sus tropas, los que decidieron seguir los pasos de los mandos sublevados en Marruecos no sólo obtuvieron el refrendo de sus superiores al acometer cualquier tropelía, sino que incluso vieron cómo aquellos les animaban siempre que no violentasen los sagrados principios de la patria, la pistola y el altar. Me viene también a la cabeza la desdichadísima frase de Juan Luis Trescastro, uno de los complacidos verdugos, cuando una vez perpetrado el crimen regresó a su casa y se jactó de haberle metido a Lorca «un disparo por el culo, por maricón». Se cuelan de rondón las últimas revelaciones que Marta Osorio ha publicado en El enigma de una muerte (Comares) y de las que se ha hecho eco Víctor Fernández, quizás el más lorquiano de todos nuestros periodistas culturales. Revelaciones que se remontan a las investigaciones de Agustín Penón, el primer investigador de aquellos sucesos, quien dejó constancia de que a mediados del pasado siglo el apellido Lorca era en Granada sinónimo de silencio, y que reviven el rumor de que tal vez el cuerpo del poeta no esté ya donde desde siempre se le ha buscado, sino en otro lugar, bien resguardado y a salvo de la memoria y de la infamia. Nada quedaría ya de sus restos mortales en el barranco de Víznar, donde lo enterraron malamente en aquel 18 de agosto de 1936, en lo que era apenas el inicio del triste trienio sangriento. Antonio Machado aún vivía en Madrid cuando ocurrió todo, y fue en Madrid donde recibió la noticia y donde empezó a escribir un poema que acaso siga constituyendo el mejor testimonio que de la afrenta dejaron quienes supieron de ella en su lugar y en su tiempo. El poema que recuerdo cada vez que toca hablar del final de Federico García Lorca, y cuyos versos siguen estremeciendo cuando se repasan, como una letanía, en voz muy baja: «Mataron a Federico /cuando la luz asomaba. / El pelotón de verdugos / no osó mirarle a la cara. / Todos cerraron los ojos; / rezaron: ¡ni Dios te salva! / Muerto cayó Federico / —sangre en la frente y plomo en las entrañas— / …Que fue en Granada el crimen / sabed —¡pobre Granada!–, en su Granada».
Lorca en Toledo (h. 1934) – Foto: Marcelle Auclair