La Dama

La Dama de Elche se descubrió ante el mundo un 4 de agosto. Fue en 1897 y gracias a un grupo de obreros que se encontraban realizando un desmonte en la ladera sureste de la loma de La Alcudia. Ahora sabemos que en ese lugar hubo un asentamiento íbero, pero los trabajadores que hundían sus aperos en la tierra en aquella calurosa mañana de verano desconocían por completo ese dato. La tradición asegura que fue el más joven del grupo, Manuel Campello Esclápez, apodado Manolico, el primero en dar con el prodigio. Mientras sus compañeros hacían una breve pausa para el almuerzo, él siguió afanándose en la tarea hasta comprobar cómo su azadón tropezaba contra una superficie dura que nada tenía que ver con el resto del terreno. Dio una voz para avisar al resto y entre todos exhumaron aquel gran rostro de piedra que había permanecido oculto durante siglos. Observarla cara a cara por vez primera tuvo que ser algo parecido a mirar a los ojos a la eternidad. Manuel Campello Esclápez, Manolico, la bautizó en ese preciso instante como Reina Mora.

La prodigiosa escultura no aguantó mucho tiempo en Elche. El antiguo propietario de la finca de La Alcudia conocía bien el potencial arqueológico del terreno y había dispuesto en su testamento que, tras su muerte, se iniciaran los trámites necesarios para que todo fuese a parar a manos de la Real Academia de la Historia, con el fin de que ésta lo exhibiese en las salas del Museo Arqueológico Nacional. Se estaban llevando a cabo los papeleos cuando apareció la Dama, y la posibilidad de obtener bastante dinero a cambio de lo que desde un primer momento se consideró una verdadera joya llevó a que el destino originalmente pensado para la pieza se modificara sustancialmente. El 30 de agosto de 1897, apenas unas semanas después de ser desenterrada, la Dama viajó no a Madrid, sino a París, y se mantuvo expuesta en el Museo del Louvre durante cuatro décadas. En 1939, con el inicio de la II Guerra Mundial, las autoridades resolvieron trasladarla a la localidad de Montauban para preservarla de los previsibles bombardeos. El destino, a veces, es tan juguetón como cruel: también en Montauban desembocó Manuel Azaña un poco más tarde, el 25 de junio de 1940, porque también buscaba un destino seguro en el que refugiarse de los nazis. ¿Llegó a saber el viejo presidente republicano que pasaba sus últimos días muy cerca de uno de los grandes tesoros arqueológicos que su país había enviado al exilio? Es probable que no, pero en cualquier caso esa coincidencia en el tiempo y en el espacio encierra una metáfora jugosa sobre la que tal vez habría que escribir algún día. La Dama, en cualquier caso, no tardó en mudarse nuevamente: en 1941 el general Franco alcanzó un acuerdo con el Gobierno de Vichy por el que España consiguió recuperar la escultura. También volvieron, gracias a aquella firma, varias piezas del Tesoro de Guarrazar y una de las esfinges gemelas de El Salobral. La Dama se instaló en el Museo del Prado hasta que en 1971 fue trasladada al Museo Arqueológico Nacional, cumpliendo los planes que en un principio se habían diseñado para ella, y allí se sigue exponiendo en nuestros días. Ha recibido en este tiempo muchas visitas, pero sin duda la más emocionante tuvo lugar en 1958. Ocurrió el día en que un anciano apareció por las salas del Museo del Prado buscando el ala destinada al arte íbero. A la Dama le costó reconocerle cuando le tuvo enfrente porque las diosas no tienen conciencia del tiempo, pero acabó reparando desde su pedestal en que el viejo que la observaba con un brillo de melancolía en los ojos era el mismo joven que, sesenta años atrás, la había devuelto a la vida. Existe una fotografía de ese momento en el que la mirada de Manuel Campello Esclápez y la de la Dama vuelven a encontrarse, medio siglo después, para reconocerse el uno en la otra. Ambos aprehendían otra vez, en ese instante, el verdadero significado de la palabra «eternidad», ella desde su triunfal vuelta a casa y él desde la certeza de hallarse enfilando la última curva del camino. Permanecieron así unos minutos, entablando un diálogo sin palabras, porque no hacen falta palabras cuando quienes están frente a frente son dos viejos amigos, y luego volvieron a separarse, esta vez ya para siempre. Alguien le preguntó a Campello, mientras abandonaba la sala, cómo había visto tanto tiempo después a su Reina Mora. «La encuentro algo más vieja de cara», respondió.

IMG_7678Foto: Santos Yubero

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