Ecos de Oporto

Mi hermano llegará muy pronto a Oporto y ese viaje suyo de ahora me ha recordado al que a mí me llevó a esa misma ciudad hace ya un par de veranos. Parece como si las ciudades calaran más hondo cuando uno las descubre sin esperarlas. Nosotros nos detuvimos en Oporto porque queríamos llegar a Lisboa y entendimos que el viaje era demasiado largo como para plantearlo de una sentada. Sin demasiado convencimiento, pensamos que estaría bien instalar allí el cuartel general durante un par de días para dar un breve paseo por la ciudad y, de paso, conocer algunos enclaves del norte del país: Braga, Aveiro, Miranda… No cumplimos con el propósito o lo hicimos sólo a medias, porque aquella ciudad que siempre parece a punto de desmoronarse nos impresionó de tal forma que durante las dos jornadas y media que estuvimos allí no hicimos otra cosa que recorrer sus calles de arriba abajo y dejarnos engatusar por unos rincones que, al menos en apariencia, seguían inexplorados.

Aún conservo el mensaje en el que Montse, que había estado allí unas semanas antes, nos ofrecía unas pocas recomendaciones que seguimos a rajatabla. Gracias a ella descubrimos A Tasquinha, con sus platos típicos, y la gastronomía mucho más rutinaria pero igual de sustanciosa de Adega do Olho. Lo demás fue viniendo poco a poco, sin pausa pero sin prisa, a medida que andábamos y desandábamos caminos irregulares pero exactos que nos descubrieron los magníficos azulejos de la estación, la grandeza del porche catedralicio, las penumbras a la vez acogedoras y amenazantes del destartalado barrio de la Sé, los jardines tan verdes y límpidos de la Fundación Serralves, las alturas vertiginosas de la Torre de los Clérigos y sus vistas inconmensurables sobre la ciudad y su prolongación marítima de Matosinhos. Algo más avisados íbamos cuando nos tropezamos con las catacumbas de la hermosísima iglesia de San Francisco, con su dorado homenaje al mejor barroco, y dimos con la abertura para superar el muro que separa una plaza pública del escondido templo dedicado a Santa Clara que Saramago definió como «una joya verdadera» en su Viaje a Portugal, también cuando al anochecer deambulamos en busca de la Rua Santa Catarina para tomar café en el Majestic. En la librería Lello me compré un ejemplar en castellano de Mensagem, el único poemario que Fernando Pessoa publicó en vida, y desde la orilla de Vila Nova de Gaia, casi a los pies del monumental puente dedicado a Luis I, vimos al Douro recorrer sus últimos metros antes de verterse en el Atlántico. Oporto es una de esas ciudades que se instalan en la melancolía para emitir desde allí una constante invitación al regreso.

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