Los viejos amigos

Algunas veces pienso en los viejos amigos que se han ido, como hacía Luis Alberto de Cuenca en un poema memorable, y compruebo con qué apacible resignación vamos soportando los estragos de la vida. Nuestros padres solían advertirnos para que no nos engañáramos. Nos decían que nuestras compañías cambiarían al cabo de los años, como probablemente cambiarían nuestra ciudad y nuestros gustos y nuestra escala de valores, pero no les hacíamos caso porque entendíamos que nuestros padres no podían saber nada de la vida y porque estábamos seguros de que en ningún caso cometeríamos los errores en los que habían incurrido ellos. Se aprende tarde que el mundo gira de idéntica forma para todos, e inevitablemente llega el momento en el que uno se detiene, echa la vista atrás y se pregunta qué habrá sido de aquellos que durante el tramo inicial, y acaso el más relevante del camino, anduvieron a nuestro lado. En qué momento cogieron el desvío que les fue conduciendo a otro destino. Por qué no nos percatamos entonces de que se alejaban. Qué fue lo que hizo que no nos sintiéramos interpelados al comprobar que el distanciamiento se transformaba en ausencia.

Es curioso comprobar el modo en que uno puede seguir adelante sin contar con personas que en su momento le resultaron indispensables. De los amigos que tuve en mi época escolar sólo un par lo siguen siendo, y en un caso a ratos, y a los del instituto los veo dos o tres veces al año si hay suerte y no se nos cruza por el medio un funeral que nos obligue a tropezarnos de manera indeseada. Pese a que durante un par de lustros fuimos inseparables, perdí el contacto con Daniel cuando el destino se lo llevó a vivir a Málaga y paulatinamente interrumpimos la relación epistolar con la que mes a mes salvábamos el abismo que separaba su sur de mi norte. Tampoco sé nada de dos amigos que tuve en los veranos de la infancia y la preadolescencia, en aquellos largos días en los que la playa de Gijón era infinita, y a los que dejé de ver cuando perdí el interés por saltar olas o excavar pozos en la arena. No tengo ni idea de por dónde andan Iván o a Pedro, y sólo muy recientemente supe de Pablo después de que él hiciera por encontrarme y consiguiéramos amañar un encuentro a vuelapluma en el madrileño parque del Retiro. Algunas veces nos preguntamos Omar y yo qué pudo haber ocurrido con Juan Carlos, con el que tanto compartimos y del que lo ignoramos todo desde que finalizaron nuestras andanzas universitarias y abandonamos la ciudad en la que convivimos los tres durante casi un lustro. Rostros difuminados en el limbo de los días, historias propias y ajenas que se disipan en el desgaste atroz del calendario. Con la llegada de Internet nos creímos capaces de abolir la capacidad destructora del tiempo, y pronto comenzamos a teclear viejos nombres en Google o a buscar caras familiares en el maremágnum de las redes sociales. A veces conseguíamos rescatar una amistad sumergida y celebrábamos el triunfo como si en el empeño estuviésemos recuperando una clave crucial de nuestra vida. Luego venían conversaciones a menudo apresuradas, un cómo te va, un qué tal andas, que irremediablemente concluían con la sensación de que no había nada que decirse. Aprendías entonces que el pasado es un lugar remoto e inexpugnable y que nada de lo que rigió en él puede tener validez en el ahora. Que lo mejor que uno puede hacer con los viejos amigos es recordarlos, y echarles de menos de vez en cuando, y sonreír al pensar que tal vez ellos alguna vez, en algún lugar, pierdan unos minutos de su tiempo preguntándose qué habrá sido de nosotros, cómo nos estará yendo la vida, si aún nos acordaremos de aquellos tiempos lejanos en los que fuimos los mejores.

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