En la década de los ochenta se emitió por televisión una serie titulada Muerte de un poeta que me brindó mi primera noción de la tragedia lorquiana. Creo que no llegué a ver ningún episodio completo porque la emitían muy tarde, pero recuerdo la cabecera en la que varias voces que sonaban agresivas, burdas, desprovistas del menor asomo de empatía o de piedad, se dirigían a alguien que nunca replicaba y del que sólo se ofrecía un plano que relampagueaba entre dos fundidos a negro. El montaje tenía algo que lo hacía repulsivo, en el sentido de que el espectador entendía de inmediato que sus omisiones ocultaban una feroz brutalidad. Yo era entonces demasiado niño para comprender las razones que pueden llevar a unos hombres a asesinar a otro, sobre todo cuando ese otro no les ha hecho nada a ellos. Sólo escribir unos pocos versos y tocar el piano, y acaso contar historias o leer o recitar de vez en cuando en fiestas privadas, con la única compañía de la familia y los amigos. Vivir, en resumidas cuentas.
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Miguel Barrero (Oviedo, 1980) ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven; KRK Ediciones, 2005), La vuelta a casa (KRK Ediciones, 2007), Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner; DVD Ediciones, 2008), La existencia de Dios (Trea, 2012), Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado; Trea, 2015) y El rinoceronte y el poeta (Alianza, 2017). También es autor de los ensayos Las tierras del fin del mundo (Trea, 2016) y La tinta del calamar (Trea, 2016; premio Rodolfo Walsh 2017). Codirigió el documental La estancia vacía (2007).