«Mataron a Federico»

En la década de los ochenta se emitió por televisión una serie titulada Muerte de un poeta que me brindó mi primera noción de la tragedia lorquiana. Creo que no llegué a ver ningún episodio completo porque la emitían muy tarde, pero recuerdo la cabecera en la que varias voces que sonaban agresivas, burdas, desprovistas del menor asomo de empatía o de piedad, se dirigían a alguien que nunca replicaba y del que sólo se ofrecía un plano que relampagueaba entre dos fundidos a negro. El montaje tenía algo que lo hacía repulsivo, en el sentido de que el espectador entendía de inmediato que sus omisiones ocultaban una feroz brutalidad. Yo era entonces demasiado niño para comprender las razones que pueden llevar a unos hombres a asesinar a otro, sobre todo cuando ese otro no les ha hecho nada a ellos. Sólo escribir unos pocos versos y tocar el piano, y acaso contar historias o leer o recitar de vez en cuando en fiestas privadas, con la única compañía de la familia y los amigos. Vivir, en resumidas cuentas.

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Los muertos

La historia pasó inadvertida entre las cartas al director del diario El País. La relataba el hijo de la protagonista, una anciana de 88 años a la que el director de seguros de su banco había desprovisto de su «prestación por supervivencia» —al parecer, una renta asegurada vitalicia que la mujer tenía contratada— al no haberse acreditado de manera conveniente «la supervivencia del asegurado». Hasta aquí la cosa no se saldría mucho de los márgenes normales de no ser porque la misiva iba dirigida a la propia titular de la renta, es decir, a la asegurada cuya supervivencia se ponía en duda, y es esta circunstancia la que hace que el último párrafo pase de resultar sólo curioso a ser francamente hilarante. En él, dirigiéndose en todo momento a la señora, se dice que «en caso de haberse producido el fallecimiento del asegurado, rogamos acuda a su sucursal, donde le informarán del procedimiento a seguir para solicitar la prestación por fallecimiento correspondiente». Los pocos lectores que en medio de los calores estivales repararon en este homenaje burocrático a las esencias kafkianas se apresuraron a culpar al banco de su escasa sensibilidad, achacándole una supuesta pereza a la hora de contrastar con sus propios medios la buena o mala salud de sus clientes. Yo recordé a una tía abuela que todos los años, por las mismas fechas, cogía un tren a Oviedo para renovar los papeles del seguro. En los días previos me preguntaba si quería acompañarla y me decía que iba hasta las oficinas de su compañía aseguradora a decir que seguía viva. Tengo la impresión de que, a medida que transcurría el tiempo y los años iban desfilando por el calendario, aquella obligación administrativa se había ido convirtiendo para ella en una especie de exigencia vital, como si año tras año necesitara empuñar el bolígrafo que le tendía el empleado de la compañía y estampar su rúbrica en el formulario para cerciorarse ella misma de que aún seguía formando parte del universo de los vivos. Cuando se murió, una de las primeras cosas que pensé fue que unos meses más tarde, en aquel mostrador gris escondido en un lúgubre entresuelo de la capital, un oficinista la echaría de menos, extraería unos papeles de algún cajón y, con esa frialdad con que llevamos a cabo todo lo que nos resulta indiferente, los guardaría en la carpeta a la que irían a parar las cosas que quedaban ya amortizadas para siempre.

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Memorias de becario

Todos los periodistas añoramos secretamente nuestros años de becarios cuando llegan los meses de julio y agosto y nos empezamos a asomar día tras día al vértigo inocuo de los suplementos de verano. Es inevitable sentir envidia de uno mismo en aquellos tiempos en los que fue mucho más desconocido e infinitamente menos valorado de lo que pueda ser ahora, en el supuesto de que ahora se le valore algo, pero en los que a pesar de eso, o precisamente por ello, gozó de una libertad que hoy le está irremediablemente vetada. Se suele culpar a los becarios del descenso en la calidad de los periódicos durante la época vacacional, y rara vez se piensa que ellos son consecuencia, y no causa, de las maledicencias estivales. Llenar un periódico es muy duro, sobre todo cuando no hay temas de los que tirar, y pocos periodistas con una trayectoria medianamente sólida a sus espaldas están dispuestos a manchar su reputación firmando informaciones de tercera o crónicas intrascendentes en torno a la penúltima fiesta campestre o el próximo concierto en la plaza del pueblo. Esa clase de textos que es imposible escribir con rigor, porque resultan tan inanes que ni hay rigor al que plegarse, y que sólo sus propios protagonistas leerán al día siguiente. Por eso cuando uno es becario lo es con todas las consecuencias: cargará sobre sus espaldas con la responsabilidad de todos los males del periodismo, pero a cambio podrá escribir lo que le venga en gana sin que a nadie le preocupe demasiado.

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Teoría de los caminos

Tengo un amigo que anda haciendo el tramo de la ruta jacobea comprendido entre Pamplona y Frómista. Cada noche nos envía a un grupo de interlocutores digitales un parte electrónico de sus andanzas a fin de que comprobemos que llega sano y salvo a las correspondientes hijuelas, y al amanecer saluda nuestro despertar, inevitablemente mucho más tardío que el suyo, con una foto que nos indica que se ha lanzado ya al itinerario marcado para el día y que la fascitis plantar que sufre en uno de sus pies se mantiene a raya. Mi amigo salió de casa y se puso a caminar en soledad, que es como se echan a andar los valientes y los lunáticos, y cuando me contó su propósito yo me acordé de esa peregrina estadounidense cuyo rastro se perdió a la altura de Astorga y de la que poco o nada se sabe aún hoy, mientras escribo estas líneas. No llegué a comentárselo para no amargarle el viaje, pero sé que tampoco se habría echado atrás. Cualquier camino, y el Camino en particular, es terreno abonado para forajidos y bandoleros, como es bien sabido desde la lejana noche en que se produjo aquel descubrimiento en Compostela. En mi infancia me compré un tebeo en el que se trasvasaba a viñetas la conocida leyenda de don Gaiferos y allí se hablaba mucho de la dialéctica entre la santidad de los propósitos y el paganismo del tránsito. Algo de eso había también en La vía láctea, el largometraje de Buñuel en el que dos peregrinos completaban el Camino, en medio de un desfile dialéctico en el que asomaban todas las herejías habidas y por haber, para acabar yaciendo por turnos con una prostituta ante las mismas puertas de Santiago. El Camino, cualquier camino, es una invitación a la aventura y una asunción de ciertos riesgos. Cuando en 1905 el director de El Imparcial llamó a su despacho a Azorín para encargarle que recorriera las llanuras manchegas por las que había transitado don Quijote y elaborara una serie de crónicas relatando su experiencia, le hizo solemne entrega de una pistola con la que protegerse de los bandidos. No consta que el autor de La voluntad llegara a usarla, pero ahí la tuvo durante todo el viaje, a resguardo en el zurrón, por si las moscas.

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La vieja ciudad de vacaciones

No se sabe si las calles vacías de la vieja ciudad de vacaciones aguardan nuevos pasos que las llenen o se limitan a asumir resignadamente su condición de víctimas del tiempo. Si uno pasea por ellas al atardecer, puede cobijar la falsa impresión de encontrarse en medio del decorado de uno de esos telefilmes de sobremesa ambientados en idílicos pueblecitos en los que siempre ocurre algo perverso en el momento más inesperado. Si la visita se produce de buena mañana y en el ecuador del verano, los matices cambian porque la vieja ciudad de vacaciones ha caído en el desuso, pero no del todo en el olvido. Aún hay matrimonios con hijos y parejas de edad mediana que se dejan caer por aquí de vez en cuando. También algún turista despistado se asoma al paseo marítimo de aire vintage que une las pequeñas calas con la playa principal y confiere a todo el conjunto un cierto carisma de resort para proletarios. «Tendrías que haber visto esto en su mejor momento», me dice uno de mis acompañantes, «cuando llegaba el primer día de julio y por aquí casi ni se podía caminar». En verdad tuvieron que ser aquellos buenos tiempos, porque la estampa que ahora mismo se presenta a nuestros ojos se aproxima bastante al concepto de desolación: persianas bajadas, un césped selvático, basura acumulada en las esquinas, aceras malheridas de socavones, calzadas infestadas de baches. En el pórtico de la pequeña iglesia ha acampado un grupo de amigos que disponen sobre un mantel la tortilla de patata, los refrescos y unos filetes empanados. En la pequeña pradera que se abre al borde del acantilado, una familia gitana aprovecha una de las parrillas que aún siguen habilitadas en la zona para celebrar con una barbacoa el cumpleaños de la que parece ser la niña más pequeña de la prole.

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