Libros con mejillones

En la Negra y Criminal, los sábados al mediodía, servían libros con mejillones. El azar o la mala planificación quisieron que nunca me hallase en Barcelona en los momentos propicios para participar del milagro literario-gastronómico, y de ahí que esa pretensión, la de situarme a espaldas de la Estación de Francia en medio de uno de esos suculentos banquetes de tinta y moluscos, figurase entre mis más afianzadas expectativas para el futuro. Por desgracia, el plan se ha incorporado estos días al rincón donde reposan los proyectos que no conseguiremos realizar nunca. No sé cuántos años lleva Paco Camarasa ejerciendo la sana costumbre de enviar diariamente un correo matutino a sus clientes, suscriptores y amigos. Sé que hace varios años que yo me encuentro en al menos uno de los tres grupos, y que por tanto me había acostumbrado a desayunar esos breves textos en los que se mezclaban los informes de lectura con la difusión de noticias que podían interesar a todos los que, siquiera tangencialmente como en mi caso, nos vinculamos de vez en cuando al género policíaco. Por esas cartas breves de Camarasa supe de las novedades que iban saliendo y recibí cumplida información de noticias tan luctuosas como el fallecimiento del maestro Francisco González Ledesma. Es otra de esas misivas la que me informa en mala hora de que al propio Paco y a su compañera de aventuras, la infalible Montse Clavé, les ha llegado la hora de batirse en retirada. «Muy pocos de los lectores que apostaban por llegarse hasta la Barceloneta nos visitan», se lamentan en su elegiaco texto: «Ya no somos necesarios».

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Lo mejor de sus vidas

Le conocí hace unos meses en el cementerio de Collioure, al pie de la tumba de Machado, y me he acordado de él en estos días leyendo Los surcos del azar, el espléndido cómic en el que Paco Roca, sabiamente asesorado por Robert S. Coale, se aproxima a la poco conocida peripecia de los republicanos españoles que tuvieron que exiliarse al norte de África. Su padre, después de perder la Guerra Civil, había dado con sus huesos en un campo de concentración de Orán, y sólo con mucho esfuerzo fue capaz de abandonar aquel infierno y poner rumbo a la Francia en la que había conseguido cobijarse una parte de su familia. Finalmente se instaló en Marsella, donde encontró un trabajo y contrajo matrimonio con otra represaliada. Él había sido el único fruto de aquella unión, y con un nada disimulado orgullo me fue contando las dudas y congojas de sus progenitores, los problemas para llegar a final de mes en los años difíciles, el paulatino asentamiento en una tierra que les costó comprender, la aclimatación lenta y resignada a una rutina que excluía cualquier reconciliación con el pasado. «Uno de los sueños de mi padre fue el de comprar un terreno en su pueblo y construir allí una casa», me explicó; «lo consiguió al final de su vida y apenas pudo disfrutarla, así que ahora mi mujer y yo vamos allí todos los veranos para homenajearle». Le pregunté si nunca había pensado regresar a la patria de sus ancestros, o si no preveía hacerlo en cuanto la jubilación le dejase libres las manos y los pies. Me contestó que seguramente no porque tanto su mujer como sus hijos eran franceses de cuna y que de hecho él mismo, aunque le costara reconocerlo, tenía más que ver con aquel país que con el que había engendrado su estirpe. «Pero se lo cuento a usted porque es bueno que sepan que estamos aquí, para que no se nos olvide», dijo antes de despedirse con un apretón de manos y sumarse al grupo que recitaba versos ante la lápida que resguardaba los cuerpos de Antonio Machado y Ana Ruiz.

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«Trampa mortal»

Empecé a sospechar que los niños de la cuenca minera no éramos igual que los demás la primera mañana en que nos vino a visitar la muerte al colegio. El ritual, por desgracia, se repitió alguna vez más, y siempre siguió los mismos pasos: a una hora aún temprana de la mañana, puede que antes de que llegara a término la primera clase, alguien llamaba a la puerta del aula, el profesor abría y se dibujaba en el umbral, seria y firme, la silueta del director, que pronunciaba el nombre y los apellidos de alguno de nuestros compañeros y le pedía que le acompañase. Había unos segundos eternos, los que pasaban desde que el alumno en cuestión se daba por aludido hasta que la puerta se volvía a cerrar a sus espaldas, en los que todos comprendíamos que acababa de ocurrir algo tan grave que ni siquiera los adultos podían reunir el coraje suficiente para designarlo. Recuerdo que aquel compañero tocado por el designo ruin de la desgracia se llamaba Elías. Era un chico bajito de mirada triste al que llevo más de veinte años sin ver. Cuando regresó a clase al cabo de una semana, tras el luto preceptivo, nos acercamos a él para demostrarle nuestro afecto sin atrevernos del todo a consolarle. En algún momento le dijo a alguien, y ese alguien lo contó a los demás, que solía figurarse que tras el accidente su padre no había muerto, sino que sólo había dejado de ser una persona para hacerse resplandor. Hasta entonces, cada 4 de diciembre solíamos envidiar a los hijos de los mineros porque ese día, festividad de Santa Bárbara, sus padres les permitían hacer novillos. Desde que Elías nos procuró nuestro primer acercamiento al concepto de orfandad, jamás volvió a ocurrirnos.

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Toros, antitaurinos, taurófilos

Tuve un amigo en la facultad que orientó su proyecto de fin de carrera por los terrenos de la crítica taurina. Nos reímos mucho de él en la pandilla porque aquello nos parecía trasnochado hasta a nosotros, que pasábamos las sobremesas jugando al mus con un palillo en la boca. Él, lejos de arredrarse, no sólo persistía en el empeño, sino que de vez en cuando se esforzaba para sacar el tema por ver si lograba convertirnos a esa religión suya que era, por otro lado, mayoritaria allí donde nos encontrábamos. Cualquiera que haya estudiado en Salamanca sabe que en aquellos pagos los toros están tan arraigados como el plateresco, y este amigo mío que se desayunaba las mañanas de San Isidro con las crónicas que en los papeles nacionales destilaban Joaquín Vidal y compañía había nacido al pie mismo del barrio Garrido, lo que era tanto como decir en pleno corazón de las esencias charras, así que no había nada que reprocharle. Tampoco era el suyo un caso excepcional. En el tiempo que pasé allí conocí a muchos andaluces y extremeños y tuve ocasión de maravillarme del dominio con el que gentes de mi misma edad y debidamente ilustrados manejaban conceptos de la tauromaquia que yo había creído enterrados con el siglo XX. Estudiantes que recitaban de memoria lo que ellos mismos definían como faenas de época y cuyos ojos titilaban recordando medias verónicas antes de regresar al aburrimiento tibio de las clases y los apuntes, y que juraban y perjuraban que no podía haber nada mejor que ver morir a un toro sobre la arena, en loor de multitudes, sacrificado por un profesional que al darle muerte glorificara hasta el éxtasis sus virtudes animales. De vez en cuando sonaba en las discotecas una vieja canción de los noventa. Su estribillo machacón, «Salamanca: arte, saber y toros», era gozosamente jaleado por la población autóctona. En cierta ocasión escuché a Chimo Bayo comentar que la ruta del bakalao había sido una cosa muy sana. Supongo que lo decía por letrillas como ésa.

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Una calle en Villaflores

«Villaflores es un municipio y localidad española de la provincia de Salamanca, en la comunidad autónoma de Castilla y León. Se integra dentro de la comarca de la Tierra de Peñaranda y la subcomarca de Las Guareñas. Pertenece al partido judicial de Peñaranda. Su término municipal está formado por Villaflores y los despoblados de Mazores Nuevo, Mazores Viejo y Morquera, ocupa una superficie total de 42,03 kilómetros cuadrados y según los datos demográficos recogidos en el padrón municipal elaborado por el INE en el año 2014, cuenta con 291 habitantes. Su fundación se remonta a la repoblación efectuada por los reyes de León en la Edad Media, quedando integrado en el cuarto de Villoria de la jurisdicción de Salamanca, dentro del Reino de León, denominándose en el siglo XIII Velacos. Con la creación de las actuales provincias en 1833, Villaflores quedó encuadrado en la provincia de Salamanca».

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