Le conocí hace unos meses en el cementerio de Collioure, al pie de la tumba de Machado, y me he acordado de él en estos días leyendo Los surcos del azar, el espléndido cómic en el que Paco Roca, sabiamente asesorado por Robert S. Coale, se aproxima a la poco conocida peripecia de los republicanos españoles que tuvieron que exiliarse al norte de África. Su padre, después de perder la Guerra Civil, había dado con sus huesos en un campo de concentración de Orán, y sólo con mucho esfuerzo fue capaz de abandonar aquel infierno y poner rumbo a la Francia en la que había conseguido cobijarse una parte de su familia. Finalmente se instaló en Marsella, donde encontró un trabajo y contrajo matrimonio con otra represaliada. Él había sido el único fruto de aquella unión, y con un nada disimulado orgullo me fue contando las dudas y congojas de sus progenitores, los problemas para llegar a final de mes en los años difíciles, el paulatino asentamiento en una tierra que les costó comprender, la aclimatación lenta y resignada a una rutina que excluía cualquier reconciliación con el pasado. «Uno de los sueños de mi padre fue el de comprar un terreno en su pueblo y construir allí una casa», me explicó; «lo consiguió al final de su vida y apenas pudo disfrutarla, así que ahora mi mujer y yo vamos allí todos los veranos para homenajearle». Le pregunté si nunca había pensado regresar a la patria de sus ancestros, o si no preveía hacerlo en cuanto la jubilación le dejase libres las manos y los pies. Me contestó que seguramente no porque tanto su mujer como sus hijos eran franceses de cuna y que de hecho él mismo, aunque le costara reconocerlo, tenía más que ver con aquel país que con el que había engendrado su estirpe. «Pero se lo cuento a usted porque es bueno que sepan que estamos aquí, para que no se nos olvide», dijo antes de despedirse con un apretón de manos y sumarse al grupo que recitaba versos ante la lápida que resguardaba los cuerpos de Antonio Machado y Ana Ruiz.
Es bueno que se sepa, y también que no se olvide. Hace 71 años, un grupo de republicanos españoles, aproximadamente ciento cincuenta, entraban triunfantes en París tras liberar a la ciudad de la ocupación nazi. Eran los integrantes de la novena compañía de la segunda división blindada de la Francia Libre, lo que popularmente se conoció como La Nueve, y habían pasado los años anteriores combatiendo bajo el mando del general Leclerc. Su historia había comenzado a torcerse en abril de 1939, con la consumación de la derrota republicana en España, y parecía al borde del abismo en la primavera de 1940, cuando se encontraron confinados en los campos de refugiados abiertos en el África Occidental francesa y dependientes, por lo tanto, de un Gobierno que no sólo exhibía una infame connivencia con los nazis, sino que les miraba con malos ojos por su condición de opositores a un régimen hermano del que Hitler defendía en los días de gloria del III Reich. Las autoridades francesas de Vichy brindaron a estos españoles que habían dejado de serlo para convertirse en ciudadanos de ninguna parte tres opciones: podían desarrollar trabajos forzados en la metrópoli, enrolarse en la Legión Extranjera o ser repatriados a una España donde sólo podían aguardarles la cárcel o el fusilamiento. La mayoría eligió la segunda posibilidad y eso permitió que cuando Charles de Gaulle puso en marcha el movimiento por una Francia Libre, con el que buscaba agrupar fuerzas para enfrentarse tanto a los nazis como a los colaboracionistas que les permitían campar por sus respetos en los Campos Elíseos, muchos se adhiriesen a la causa. No les movía un inusitado fervor patriótico hacia el país que tan malamente acababa de adoptarles. Más bien al contrario, esperaban que en caso de victoria los servicios prestados sirvieran de acicate para que las potencias democráticas irrumpiesen en España y restauraran la libertad cercenada. Lo que ocurrió después es de sobra conocido por todos. Por suerte, Hitler y sus muchachos perdieron el envite y el sueño y la mentira del nuevo imperio alemán fueron sólo un delirio de grandeza hecho cenizas entre las ruinas de un búnker decrépito. Por desgracia, nadie se acordó, tras el triunfante verano de 1945, de aquel centenar largo de españoles honrados y valientes que se habían jugado la vida por una patria ficticia con la única condición de que los beneficiarios de su arrojo estuviesen, después, a la altura.
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La Nueve