Empecé a sospechar que los niños de la cuenca minera no éramos igual que los demás la primera mañana en que nos vino a visitar la muerte al colegio. El ritual, por desgracia, se repitió alguna vez más, y siempre siguió los mismos pasos: a una hora aún temprana de la mañana, puede que antes de que llegara a término la primera clase, alguien llamaba a la puerta del aula, el profesor abría y se dibujaba en el umbral, seria y firme, la silueta del director, que pronunciaba el nombre y los apellidos de alguno de nuestros compañeros y le pedía que le acompañase. Había unos segundos eternos, los que pasaban desde que el alumno en cuestión se daba por aludido hasta que la puerta se volvía a cerrar a sus espaldas, en los que todos comprendíamos que acababa de ocurrir algo tan grave que ni siquiera los adultos podían reunir el coraje suficiente para designarlo. Recuerdo que aquel compañero tocado por el designo ruin de la desgracia se llamaba Elías. Era un chico bajito de mirada triste al que llevo más de veinte años sin ver. Cuando regresó a clase al cabo de una semana, tras el luto preceptivo, nos acercamos a él para demostrarle nuestro afecto sin atrevernos del todo a consolarle. En algún momento le dijo a alguien, y ese alguien lo contó a los demás, que solía figurarse que tras el accidente su padre no había muerto, sino que sólo había dejado de ser una persona para hacerse resplandor. Hasta entonces, cada 4 de diciembre solíamos envidiar a los hijos de los mineros porque ese día, festividad de Santa Bárbara, sus padres les permitían hacer novillos. Desde que Elías nos procuró nuestro primer acercamiento al concepto de orfandad, jamás volvió a ocurrirnos.
El 31 de agosto de 1995 me despertó temprano el timbre de la puerta. La chica que cuidaba a mi hermano se incorporaba aquella mañana y desde la cama, de forma muy difusa, la escuché decir que había catorce mineros encerrados en Nicolasa y que no parecía que la cosa fuese a tener buen final. Nicolasa, el pozo San Nicolás, era una de las explotaciones que iban quedando en activo en medio de la reconversión que se había iniciado un par de años antes. A día de hoy continúa funcionando. En Nicolasa trabajaba por aquel entonces nuestro vecino del primero y un practicante con el que mis padres solían pararse a charlar en las rutas de vermuteo de los fines de semana. Por allí andaba también picando carbón el padre de algún compañero del instituto. Catorce mineros eran muchos mineros, y el adjetivo «encerrados» venía a ser un eufemismo que permitía no decir en voz alta que el destino les había deparado en aquella mañana veraniega su hora más aciaga. Recuerdo que hacía sol, que al filo del mediodía salí a la calle y había furgonetas de la tele recién llegadas de Madrid para exportar la tragedia por las cuatro esquinas de la península. Recuerdo a gente llorando silenciosa en las esquinas, y también a mi abuelo, que caminaba a mi lado, apretando los dientes y hablando en voz muy baja, como si en su garganta un gorrión le estuviera comiendo las palabras. Chus Pedro Suárez me dijo una vez que los oriundos de la cuenca minera mirábamos el mundo en vertical. Yo sólo sé que aquel día constaté lo que ya había descubierto unos años atrás gracias a Elías: que por suerte o por desgracia me había tocado crecer en un lugar donde se aprendía bien pronto que la muerte será siempre nuestra más fiel compañera de viaje. Lo sabían bien los catorce mineros que exhalaron su último suspiro en aquel amanecer de lágrimas porque todos sabían a qué se dedicaban y la mina podía ser madre, pero también madrastra y hasta demonio. Lo supieron sus familiares y todos los que vimos desfilar los ataúdes por el centro de Mieres, con la rabia canalizada en el silencio y los aplausos de cientos de vecinos que despedían como héroes a quienes sólo habían sido víctimas de una desgracia cuyas causas reales y concretas no llegaron nunca a conocerse. Unas pocas semanas más tarde vino el ahora Rey de España, entonces aún Príncipe de Asturias, y nos dieron la mañana libre en el instituto para que fuésemos a verle. En ReMine, el magnífico documental que sobre la lucha minera ha realizado Marcos Martínez Merino, se rescatan imágenes de aquellos días y se ve cómo don Felipe dirige palabras de consuelo a los familiares de los fallecidos —hay un detalle que suele pasar inadvertido, pero que tiene su aquél: son ellos, los sacudidos por la desgracia, quienes tienen que acercarse a saludar al Príncipe y no el Príncipe quien se acerca a ellos para mostrarles su apoyo; el propio Marcos me contó una vez que ese desaire protocolario se corrigió, acertadamente, después del 11 de marzo de 2004—. Durante días los periódicos estuvieron publicando biografías de los catorce trabajadores muertos, diez españoles y cuatro polacos. Yo recuerdo sobre todo la primera página de La Voz de Asturias un día después del accidente: una fotografía a toda plana que retrataba la salida de uno de los cadáveres y un titular tan sencillo como definitorio. «Trampa mortal». Uno de los que salía en la imagen transportando la camilla era el practicante de Nicolasa con el que tomábamos vermú algunos fines de semana. Días después nos contó que todos los cuerpos tenían los puños cerrados a la altura de la cara. Que el gesto que todos aquellos mineros hicieron en el momento justo en que les sorprendió la muerte fue el de taparse los ojos. Como si de pronto les hubiese sorprendido un resplandor.
Foto: Eduardo Urdangaray
[pozo San Nicolás, 31 de agosto de 1995]
Piel de gallina, fantástico relato.
Fdo, hija de minero.
Solo los que hemos pasado por esa situación podemos entender este relato.
Al principio, impotencia, rabia, desaliento, sufrimiento…
A priori todo el mundo te apoya, te quiere. Con un afecto que dice: «menos mal que no me ha tocado a mí». Las autoridades te prometen futuro, esperanza (que no cuesta nada).
Luego, soledad. Todos los días te preguntas: «por qué yo». Las promesas se van al olvido. Quedas en el desamparo, tocado, marcado por la vida, haciendo un esfuerzo brutal por no acabarte.
Los sueños se interrumpen, pasas de estar con él dormido a despertar sobresaltado por la falta del ser querido. Es horrible.
Es el sufrimiento mayor que puede pasar un niño que no lo entiende, que no se lo explica.
La vida sigue para todos los demás. Para ti cambia radicalmente.
Sigo rememorando esta situación después de 47 años cada vez que hay un accidente mortal en la mina y no he podido superarlo.
Siento que si lo lees te desanime, no soy una persona pesimista, todo lo contrario pero es lo que dicta mi proceder. Quizá me sirva para sentirme mejor.
Gracias por haberlo leído.
Hijo de minero fallecido en la mina.
Me emocionas,que sentimientos y recuerdos grises,negros y rabia.Compañeros y amigos que cruel mente se fueron.Todos me duelen lo mismo.Tambien Lorenzo,para mi murio en la mina.