En la Negra y Criminal, los sábados al mediodía, servían libros con mejillones. El azar o la mala planificación quisieron que nunca me hallase en Barcelona en los momentos propicios para participar del milagro literario-gastronómico, y de ahí que esa pretensión, la de situarme a espaldas de la Estación de Francia en medio de uno de esos suculentos banquetes de tinta y moluscos, figurase entre mis más afianzadas expectativas para el futuro. Por desgracia, el plan se ha incorporado estos días al rincón donde reposan los proyectos que no conseguiremos realizar nunca. No sé cuántos años lleva Paco Camarasa ejerciendo la sana costumbre de enviar diariamente un correo matutino a sus clientes, suscriptores y amigos. Sé que hace varios años que yo me encuentro en al menos uno de los tres grupos, y que por tanto me había acostumbrado a desayunar esos breves textos en los que se mezclaban los informes de lectura con la difusión de noticias que podían interesar a todos los que, siquiera tangencialmente como en mi caso, nos vinculamos de vez en cuando al género policíaco. Por esas cartas breves de Camarasa supe de las novedades que iban saliendo y recibí cumplida información de noticias tan luctuosas como el fallecimiento del maestro Francisco González Ledesma. Es otra de esas misivas la que me informa en mala hora de que al propio Paco y a su compañera de aventuras, la infalible Montse Clavé, les ha llegado la hora de batirse en retirada. «Muy pocos de los lectores que apostaban por llegarse hasta la Barceloneta nos visitan», se lamentan en su elegiaco texto: «Ya no somos necesarios».
Uno de mis propósitos cuando aterricé por primera vez en Barcelona era el de visitar Negra y Criminal. Corría un tórrido mes de agosto, yo iba a permanecer en la ciudad de lunes a domingo y pensé que no podía haber mejor plan para el sábado que degustar al mediodía un vermut con mejillones junto al mar. Como nos habíamos visto unas semanas antes en Gijón y me había rogado que le llamase en cuanto pusiera el pie cerca de sus dominios, pocas horas después de mi llegada telefoneé a Paco Camarasa desde una terraza de la Plaça Reial. «Pasaré el sábado a comer tus mejillones», le dije. «Lo tienes jodido porque este mes cierro por vacaciones», respondió, «pero si te arrimas el viernes te enseño el chiringuito». Dicho y hecho, unos pocos días después la legendaria Negra y Criminal se abría, silenciosa, para mí. Su guardián y artífice no sólo me hizo de entusiasta cicerone por el barrio, sino que palió la ausencia de mejillones invitándome a una soberbia paella que comimos con el Mediterráneo, como quien dice, salpicándonos los pies. Me llevé de allí tres libros y el convencimiento de que regresaría a sondear esas latitudes en cuanto se diesen las circunstancias apropiadas. Nunca llegaron. Seguí encontrándome con Paco Camarasa en Gijón, por los veranos, y en Barcelona, últimamente cada invierno, pero jamás se me logró pisar de nuevo el entarimado de Negra y Criminal. En mi recuerdo, la vieja librería quedará siempre como un rincón adormecido en las penumbras que de cuando en cuando rompían los brillos de ese sol diáfano que tanto extraña siempre a quienes nos hemos acostumbrado a las tamizadas luces cantábricas. «Ya no somos necesarios», dicen Paco y Montse en su doliente despedida, y ese «ya no somos necesarios» encierra tanto un reconocimiento de las limitaciones propias como una voz de alarma que acaso no tenemos tan en cuenta como debiéramos.
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Foto: Carles Ribas / El País