Tan cunqueiriano existir

Es posible que los funerales de Miguelito Arrieta fueran los más extraños de cuantos se han conocido en la ciudad de Gijón durante este último siglo. Tras concederle una tregua a la ortodoxia con las consabidas exequias en la iglesia de la Asunción, sus familiares y amigos acudimos en peregrinación al bar en el que, un tiempo atrás, el muerto gustaba de apurar las horas del mediodía entregado a los placeres del aperitivo. Allí bebimos y comimos hasta alcanzar un estado de melancólica felicidad que abrigaba el lánguido sol invernal de aquel noviembre, y cuando entendimos que nuestras almas habían adoptado el estado propicio para abordar tan luctuosos menesteres, emprendimos la subida al cerro de Santa Catalina. Alguien dijo unas palabras que no sonaron exactamente a despedida, sino a celebración compartida de la suerte que habíamos tenido los presentes por haber llegado a disfrutar, en algún momento de nuestras vidas, de la compañía del tipo que en aquellos momentos nos escuchaba comprimido en el interior de una urna cuyas hechuras él mismo habría criticado con abundante coña y no poca audacia. Por último, dos de sus sobrinos se colocaron a los pies de la escultura con la que Chillida tuvo a bien perfilar el contorno más septentrional del skyline gijonés y esparcieron sus cenizas, que quedaron flotando sobre el agua a merced de los vientos cantábricos. Recuerdo que, mientras veía aquel polvo blanco que se fue difuminando en el aire hasta hacerse invisible a nuestros ojos, pensé que estaba asistiendo al final idóneo para alguien que, como buen norteño, había pasado buena parte de su vida navegando a favor o en contra de los temporales. Para un individuo que, no sé si por voluntad propia o por circunstancias de un destino que así lo decidió sin consultarle, no se limitó a ser una persona, sino que fue, también y sobre todo, un personaje.

Con ser peculiar, la ceremonia supo demasiado a poco a quienes entendieron, con razón, que una figura como la de Miguelito se merecía una posteridad más adecuada a su figura, y por eso una o dos semanas después del óbito, cuando ya todos habíamos tenido algo de tiempo para amordazar la pena y encontrar el modo de proseguir con nuestras rutinas sin contar con quien había acabado por formar parte de muchas de ellas, sus amigos más cercanos decidieron que era justo celebrar una nueva reunión en una suerte de inopinado santuario consagrado a su memoria. Tenía que ser, claro, en uno de los bares más canallas de la ciudad, uno que él había frecuentado durante muchos años y en una de cuyas paredes se exhibía una fotografía con la que, unos cuantos años atrás, lo inmortalizara Nebot, posando como si de un caballero de El Greco se tratase. En medio de un gran corrillo formado ad hoc, como si fuésemos miembros de una tribu en disposición de elegir democráticamente al chamán que habría de guiarnos a partir de entonces, se iban sucediendo discursos que evocaban lo que había sido la vida de nuestro compadre y algunas de sus anécdotas más meritorias. Hablaron sus hermanos, hablaron varios amigos y en un momento dado Francisco Villaverde, que era quien hacía las funciones de moderador de tan inusual acto recordatorio –había en el bar algunos otros inquilinos, bebedores ocasionales o asiduos, que de cuando en cuando nos dirigían miradas inquisitivas antes de encogerse de hombros y proseguir con sus silenciosas ingestas–, me pidió que interviniese yo, pero rechacé el honor: no me parecía justo adquirir protagonismo en un ritual en el que había participantes con muchos más galones, y tampoco habría sabido qué decir en una tesitura en la que me resultaba mucho más aleccionador oír que hablar. Tampoco dijo nada Álvaro Díaz Huici, que estaba a mi lado, como ha estado muchas veces en estos últimos años, y de quien no quise separarme en toda la velada porque tenerlo a él cerca era como tener cerca a Miguelito, a quien tanto le hubiera gustado estar esa noche, ay, entre nosotros.

Igual que ocurre muchas veces con las personas que, por una u otra razón, terminan adquiriendo cierta importancia en nuestra vida, yo no recuerdo con exactitud en qué momento conocí a Miguelito Arrieta, aunque creo poder asegurar que nuestro primer contacto se produjo tras la presentación de El temblor, el poemario de Juan Carlos Gea que pusimos de largo en una librería y cuya salida de imprenta celebramos luego, en un ambiente mucho más privado, en cierto bar de vinos de la calle Marqués de San Esteban. No sé quién me lo presentó, si es que me lo presentaron, ni si llegamos a dirigirnos la palabra, pero sí que aquella noche Álvaro propuso una idea que haríamos efectiva unos pocos meses más tarde y cuyo impulso orientaría la planificación de nuestras agendas a lo largo de los dos o tres años siguientes. Se le ocurrió que podía ser buena cosa que nos reuniéramos un grupo de amigos para comer una vez al mes, y de ese modo se engendró una tertulia de animada concurrencia a la que tuve el honor de estar invitado y de la que también participaron, desde un primer momento, los maestros Luis Fernández Roces y José Antonio Mases, que cada treinta días se aprestaban a compartir mesa y mantel con Ricardo Menéndez Salmón, Pablo Rivero, Miguel Mingotes, el propio Álvaro, el mencionado Gea y conmigo mismo. Sobra decir que también Miguelito formaba parte de aquellos conciliábulos, y que fue en el transcurso de las relajadas pitanzas con las que nos homenajeábamos en los más variados restaurantes de la ciudad donde tuve ocasión de ir conociendo, poco a poco, su particular forma de ver el mundo y esa sabiduría ancestral que él desgranaba como si saber todo lo que sabía fuera fruto de la más burda casualidad y no la consecuencia de una larga y concienzuda serie de lecturas excelentemente digeridas y de una formación humanística que, en ocasiones, rayaba lo inverosímil.

Miguelito era capaz de, en tan sólo media hora, glosar las virtudes del cocido maragato, explicar los orígenes antropológicos de la chopa a la sidra, plantear una o dos cuestiones filosóficas de calado, enarbolar una encendida defensa de la socialdemocracia –José Luis Argüelles, que se incorporó algo más tarde a esas comidas, lo definió en un obituario memorable como «un socialista de la rama escéptica»–, hacer alguna que otra observación a la prosa de Pynchon y regresar a la vertiente culinaria mediante una exquisita digresión acerca del punto exacto al que debían cocerse las lentejas. De orígenes vascos y filiación cunqueiriana, a Miguelito le gustaba leer, comer y beber, no siempre por ese orden, y había sabido conjugar esas tres pasiones en una singular erudición que lo terminó convirtiendo en un maestro de los fogones que no sólo cocinaba mejor que cualquier estrella Michelín del orbe, sino que era capaz de explicar la historia de cada receta, indicar cuál era la bebida más apropiada para acompañarla, resumir dos o tres leyendas que habían surgido alrededor de ciertos menús, o a causa de ellos, y convertir así cada banquete en un aquelarre mitológico donde no importaba tanto lo que comíamos como el significado que ese ceremonial, en apariencia simple, implicaba. Daba igual que estuviésemos tomando un pincho de tortilla en cualquier antro de carretera, emborrachándonos a compuestas en un garito de Santa Eulalia de Cabranes o degustando la merluza que tan virtuosamente nos preparaba cuando su madre se trasladaba unas semanas a Madrid, dejando toda la casa a su disposición, y él aprovechaba para organizar con sus amigos unas comilonas que José Antonio Mases inmortalizó brillantemente en su libro Todos los días Gijón: comer y beber con Miguelito era asistir a una lección magistral en la que las novelas de Faulkner se hermanaban con el romancero castellano y el materialismo dialéctico no dejaba de ser una versión elaborada de determinadas canciones populares.

Era, ya lo he dicho, lector impenitente de don Álvaro Cunqueiro, pero a veces daba la impresión de que, en realidad, el propio Miguelito había salido de la imaginación del escritor gallego. Había en sus facciones un aquél de niño travieso, de genio chiflado, de duende burlón, que ni siquiera alcanzaba a avinagrarse en las escasas ocasiones en que le vi realmente enfadado. Fumaba como un mafioso de serie B, bebía como un semidiós y, pese a disponer de una facilidad envidiable para la prosa y para el verso, fue siempre un perfecto desconocido para la gran mayoría porque, a la hora de elegir, prefirió la vida a la literatura. Pese a que su nombre completo y sus dos apellidos, Miguel Ignacio Arrieta Gallastegui, resultaban graciosamente rimbombantes, era él quien trataba a sus semejantes de «estimado», y se complacía de que todos los que le queríamos nos refiriésemos a él por su diminutivo y tuviésemos el decoro de fingir que nunca nos tomábamos lo que decía completamente en serio. Vivía en lo que él llamaba «el palomar», una habitación encaramada a un altillo de la última planta de una de las torres más altas de cuantas se yerguen en las orillas del parque de Isabel la Católica, y allí tenía sus libros y sus aparatos de música y el ordenador que utilizaba para corregir manuscritos y escribir sus cosas, ésas que, con elegante decoro, se cuidaba de no enseñar a nadie. Y no era difícil encontrárselo por la ciudad a poco que uno estuviese al tanto de sus costumbres: todos sabíamos las horas a las que, con rigurosa puntualidad, podríamos tropezarnos con él en tal o cual bar, a los que siempre acudía con un libro, cuanto más grueso mejor, que leía con gran tranquilidad en la barra mientras los camareros le iban surtiendo de gin-tonics. El acontecimiento más banal, la vicisitud más prosaica, adquirían cuando él los relataba un tono fabuloso, a veces casi épico, que inevitablemente modificaba la percepción que teníamos de la realidad quienes le escuchábamos. Daba gusto oírle contar, es sólo un ejemplo, el viaje que junto a él hicimos Pepe Monteserín, Álvaro y yo para, tras una inexcusable parada en Mondoñedo, adquirir un soberbio ejemplar de capón de Villalba. En sus labios, aquel periplo de ida y vuelta se convertía en una enloquecida road-movie de ritmo frenético y conclusión insospechada cuyos pormenores adornaba con locuaces apostillas a las fotos que nos trajimos de recuerdo de tan exótica escapada. En una de ellas, aparecemos retratados alrededor del monumento a Cunqueiro. Miguelito, a espaldas de la escultura, lleva un cigarro entre los dedos y mira a cámara con seriedad merlinesca, como si adoptara plenamente la actitud de la que debe hacer gala toda criatura que acaba de encontrar a su autor.

La última vez que le vi, él ya estaba muy enfermo, pero en ningún momento dejó que se notase. Fue el 16 de octubre de 2011, el mismo día en que salía a la calle el primer número de El Cuaderno, y estuvimos toda la mañana celebrando el alumbramiento. Primero, visitando a Juan Cueto en la cafetería donde suele tener instalado su cuartel general. Después, refrescando el gaznate por los bares de La Arena en una sesión-vermut que se alargó hasta que estuvo a punto de pasársenos la hora de comer. Sólo volví a saber de él por lo que me iba contando Álvaro, y aunque empecé a preparar una entrevista que tenía pensado hacerle con motivo de la publicación del libro Cocina de recursos, una obra que él había estudiado y anotado y en la que se ofrecían soluciones culinarias para sobrellevar las penurias económicas, el calendario no me permitió mantener con él esa conversación cuyo guión, ya inservible, aún conservo en alguna parte. Me llegó la noticia de su muerte en una fría mañana de noviembre en la que yo había madrugado para emprender un viaje impostergable por el oriente de Asturias, y durante toda esa jornada no pude hacer otra cosa que evaluar las ignominiosas consecuencias que iba a tener su ausencia. Sin Miguelito, todo iba a ser, todo ha sido, mucho más lineal, mucho más previsible, mucho más monótono, mucho menos favorable a las alocadas leyes de la ensoñación. Juan Carlos Gea me contó esa misma noche que ni siquiera la muerte había conseguido borrar de su cara la sonrisa sempiterna que hacía que, a su lado, todo pareciese más amable. Al día siguiente fue cuando todos nos reunimos para beber y comer a su salud, y para desearle toda la suerte del mundo en el lugar al que acababa de mudarse y en el que ya no podríamos tenerle cerca. No otra cosa merecía quien, inconscientemente, había dedicado una buena parte de su vida a hacer mejor la nuestra, regalándonos el impagable obsequio que suponía el hacernos cómplices de sus dudas y sus cuitas, de sus evocaciones y sus leyendas, de sus filias y sus fobias. Convirtiéndonos en gozosos partícipes de tan cunqueiriano existir.

villalba

Villalba (Lugo), diciembre de 2009

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