Es tan delirante que parece más propio de un sketch televisivo que de la pura y dura realidad. Una viajera se disponía a subir a uno de los autobuses de la empresa Alsa que cubren la distancia entre Gijón y Ribadesella, o viceversa, cuando se percató de que en la parte superior de la luna delantera lucía, radiante, una bufanda del Sporting. La muchacha, oviedista a lo que se ve, desenfundó rauda el teléfono móvil para lanzar al ciberespacio un tuit en el que pedía explicaciones a la empresa por tamaña ofensa a su sensibilidad, y el community manager de Alsa, que o bien se aburría más de lo conveniente o bien careció del sentido común necesario para hacer oídos sordos ante las frivolidades, contestó demandándole a la usuaria número del localizador del viaje, que ella facilitó de inmediato, y advirtiendo de que le sacaría al conductor del vehículo una «tarjeta amarilla» (sic), en una amenaza que hizo pública con tanto gracejo como escaso respeto por las más elementales normas de la gramática. Las redes, que ya de por sí hierven con cualquier cosa, no tardaron ni medio segundo en estallar. Los aficionados rojiblancos se apresuraron a rebautizar a la indignada pasajera como «la loca del Alsa». Unos cuantos oviedistas la acabaron encumbrando a la categoría de defensora máxima de las esencias azules. Como ocurría en el París de Hemingway, no hay más que prender una pequeña chispa para que Twitter se convierta en una fiesta.
La prensa ha tratado el asunto como una mera anécdota banal y hasta simpática. Sin embargo, en sus recovecos se manifiestan signos funestos de que algo indeseable está ocurriendo en nuestros alrededores sin que seamos muy conscientes de su alcance. Uno de ellos tiene que ver con la naturalidad con que algunos se instalan en el fanatismo sin reparar en lo endeble de sus razonamientos o lo absurdo de sus propias actuaciones. La viajera alborotada es una mujer joven, tiene estudios universitarios y ejerce, al parecer, la abogacía. Pese a eso, no sólo se siente interpelada, aludida y hasta injuriada por una simple bufanda tejida en rojo y blanco, sino que incluso se atreve a proclamarlo a los cuatro vientos sin siquiera detenerse a meditar que su enfado resulta impropio en una persona supuestamente leída y, a buen seguro, versada en leyes. Al contrario, parece más bien la pataleta de quien decide desertar de cualquier atisbo de lucidez para avecindarse definitivamente en los yermos territorios donde encuentra su hogar la intolerancia, esa tara que envilece a quienes siempre han estado dispuestos a lapidar metafórica y literalmente a los distintos, a quienes odian que alguien lleve la contraria a sus tesis presuntamente irrebatibles, a quienes procuran engañarse a sí mismos con la ficción de que el lodazal de prejuicios y resentimientos que han ido levantando en sus proximidades constituye el mejor de los mundos posibles.