Patria (Doce de Octubre)

Todos los 12 de octubre me acuerdo de don Plácido. Me dio clase en 4º de EGB y su aula fue seguramente uno de los últimos reductos con los que contó el nacionalcatolicismo dentro del sistema educativo construido tras la llegada de la democracia. Los pupitres de aquella clase tenían un hueco para poner el tintero y un espacio rectangular en el que ubicar la pluma, se completaban con un banco corrido en el que nos sentábamos de a dos y en la madera había grabadas inscripciones con fechas que se aproximaban más al día en el que habían nacido nuestros padres que al tiempo que nos correspondía vivir a nosotros. Al fondo de la estancia había un armario enorme donde el vetusto maestro guardaba los rollos de papel higiénico que teníamos que coger sí o sí en el caso de que nos entraban ganas de ir al baño. También había allí dentro libros del año de la polca que utilizábamos en las horas de lectura. Recuerdo que uno de ellos, Viaje infantil, contaba las andanzas de un zagal llamado Santiaguito y su padre por las cuatro esquinas de aquella España lozana y jovial que resurgió de sus cenizas al término de la Guerra Civil. Alguna vez he intentado dar con ejemplares de esa obra, o con alguien a quien le pudiera sonar lejanamente. Nunca lo conseguí.

El caso es que don Plácido empleaba la hora de Educación Cívica, cada jueves por la tarde, en copiar en el inmenso pizarrón negro que colgaba de la pared del fondo, junto al armario-dispensario-biblioteca, una inmensa disquisición sobre lo divino y lo humano que nosotros teníamos que transcribir religiosamente en nuestra libreta. Eran siempre lecciones moralizantes y las más de las veces emparentadas confusamente con conceptos derivados de la Historia Sagrada o lo catequesis. Entonces no podía intuirlo, pero sospecho que ésa era su ínfima venganza contra un estado de las cosas que le obligaba a dar pábulo a algo —¿qué coño querrían decir los nuevos gerifaltes con eso de «educación cívica»?— que él ni entendía ni le parecía presentable. Como aquel año el 12 de octubre caía en viernes, empleó ese tiempo lectivo, el último de la semana, en rellenar el encerrado de arriba abajo con unas líneas de letra abigarrada y casi inextricable acerca de la trascendental importancia que en el calendario cobraba el Día de la Hispanidad. Todavía recuerdo que faltó poco para que la broma me causara un disgusto: mi libreta cuadriculada estaba a punto de decir basta, y quedarse sin papel en un trance así, con don Plácido vistiendo ese traje que tanto le gustaba de docente riguroso e inflexible, podía desembocar en un drama de proporciones bíblicas. Hay quien no me cree cuando le digo que en aquel tiempo, hablamos de 1989, los de mi quinta y yo tuvimos, en plena escuela pública, un maestro que nos miraba semanalmente las uñas, nos obligaba a rezar un ave maría según entrábamos en clase y nos agarraba de los pelos o nos propinaba soberanas patadas en el culo si le contraveníamos en algo. Muchos años después me enteré de que acabó muriendo ciego y enfermo. Eso no quita que en vida fuese un sátrapa impresentable, pero al menos ha conseguido que yo al recordarlo sienta, en último extremo, algo parecido a la compasión.

Hasta aquella tarde en la que don Plácido nos obligó a sentir un inusitado fervor patriótico cada vez que se celebrara el Día de la Hispanidad, el Doce de Octubre sólo había sido para mí el 12 de octubre, una fecha simpática porque en ella ni se iba a clase ni se trabajaba, porque daba nombre a mi calle y porque a cualquier niño del mundo le gusta que su calle tenga nombre de fiesta. Luego, aquella celebración pasó a ser esa obligación engorrosa que ocupó finalmente nueve páginas en mi libreta —la letra cada vez más apretada a medida que se sucedían los renglones, no fuera a agotarse el cuaderno antes que la verborrea— y empezó a generarme cierta desconfianza que ha acabado trocándose en el tedio que me asalta cuando llega la fecha y, un año más, toca deambular entre los pro- y los anti- y oponer la conocida canción de Brassens a los acordes de la marcha real que hemos adoptado como himno. Supongo que hay en ese alejamiento consciente de los fastos y los contrafastos una íntima convicción: la de que la patria es una cosa que ha de construirse cada uno, un lugar abstracto e indefinible en el que pueden tener cabida por igual una calle de Lisboa, una playa del sur de Francia, el trepidante rugido de la Gran Vía en primavera, una humilde edición de bolsillo de El Quijote (o unos versos de Machado o unos cuentos de Edgar Allan Poe, o todo junto y revuelto), los parques que acogieron nuestros juegos infantiles o los rascacielos neoyorquinos que tantas veces nos deslumbraron desde las pantallas de los cines. Cualquier otra imposición, cualquier tentativa de imponer un imaginario colectivo y común, estará siempre abocada, de forma inevitable, al fracaso. Dicen, al fin y al cabo, que la infancia es la única patria verdadera, y en la mía está don Plácido copiando en la pizarra un panfleto que si algo me enseñó fue que la patria en la que él se había instalado, y de la que pretendía que me sintiera orgulloso, tenía muy poco que ver con aquélla que yo pretendía forjarme.

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