A Madrid

Cada cierto tiempo se ponen de moda las manifestaciones a Madrid. Sin que medie acuerdo tácito (o al menos, no se nos informa de ello), distintos gremios, colectivos y sensibilidades acuerdan fletar autobuses o calzarse botas resistentes para desembarcar en la capital de España y lanzar a los cuatro vientos sus soflamas entre los vértices de ese triángulo imperfecto que trazan la Puerta del Sol, la plaza de Colón y la estación de Atocha. Llegan los manifestantes a Madrid con el mismo ánimo con que llegaban antaño los peregrinos a Compostela, con esa creencia de que el exigir cuentas ante la autoridad competente, sea ésta terrenal o divina, es razón suficiente para que se atiendan las plegarias y se perdonen los pecados, como si la autoridad le importaran las cosas que trascienden más allá de su propia supervivencia. Madrid, una ciudad con vocación de poblachón manchego que a duras penas ha conseguido acostumbrarse a esa condición suya de epítome y resumen del poder, se convierte con la llegada de las manifestaciones masivas en una suerte de meca político-sindicalista donde unos pueden reclamar el aborto libre mientras tres o cuatro kilómetros más al norte se exige la obligatoriedad de la catequesis. Como en botica, hay de todo: causas justísimas y astracanadas mayestáticas. Ese fenomenal maremágnum deja por fuerza esquizofrénica a la ciudad, que durante veinte años estuvo considerándose muy progre mientras votaba a la derecha, y cardiacos a los concejales responsables del servicio municipal de limpieza, que sólo piensan en las horas extra que deberán pagar al día siguiente para que todo quede tan limpio como la conciencia de Álvarez del Manzano.

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Caballeros toledanos

No hay cinéfilo que no recuerde, especialmente si entre sus filias se encuentran los delirios buñuelianos, aquella escena de Tristana en la que la bella Catherine Deneuve se inclinaba sobre una estatua yacente en un rapto necrófilo donde el impulso determinante no era la atracción por el difunto que yacía bajo una fría losa de mármol, sino ese poderoso magnetismo que desprende la belleza cuando se manifiesta sin ambages, en plena posesión de todas sus facultades. Como podrán imaginar quienes conozcan o tengan una mínima noticia de las motivaciones que guían la obra del cineasta aragonés, nada en ese tramo del metraje es casual: al margen de lo evidente —la obsesión del director con el clero y todo lo que representaban (u ocultaban) los rituales inexcusables del catolicismo, la querencia por buscar territorios de confluencia entre el sexo y la muerte, la confrontación de lo vivo y lo inerte, materializada en este caso en la dicotomía abierta entre una mujer hermosísima y una máscara mortuoria—, el tête à tête que establecen el personaje de Tristana y la momia de alabastro es, también y sobre todo, un guiño del director a su propia biografía en un momento, él acababa de cumplir setenta años, en el que ya comenzaba a entreverse el final del camino y resultaba complicado conjurar la nostalgia hacia un país que había tenido que abandonar más de treinta años atrás y al que ya nunca regresaría. De hecho, un año antes había ensayado idéntico recurso, el mostrar el cadáver de un obispo bien acomodado en su sepulcro, en el largometraje La Vía Láctea, aunque lo que en aquella ocasión era sólo una pista, esta vez sí, para perfectos iniciados, en Tristana se convirtió todo un homenaje autorreferencial hacia lo que acaso entendió que habían sido sus mejores años.

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Tres rostros marchitos

Los más fuertes de la clase no solían ser nunca los más inteligentes. Rara vez despertaban las simpatías de la parroquia y, por lo común, terminaban rodeándose de unos curiosos especímenes que, sin ser excesivamente brutos, sentían que la proximidad del presunto líder natural de la manada les proveía del carisma del que creían carecer. Digo «presunto» porque los más bestias del aula contaban con una serie de prerrogativas, tales como capitanear uno de los dos equipos que se formaban en los partidillos de fútbol del recreo o disponer siempre del sitio que quisieran en los pupitres de las últimas filas, pero poco más que eso. Nadie requería su opinión para ningún asunto realmente importante y por descontado nunca iban a los cumpleaños de quienes jamás tuvimos la menor intención de invitarlos, que éramos casi todos. Ese desprecio tácito hacía que los orgullosos grandullones apenas tuvieran más vida social que la que les procuraban la propia escuela y el confortable hábitat de los billares del barrio. No obstante, el mantenimiento de este pacto de no agresión también exigía estar dispuestos a asumir una posible contrapartida: en cuanto el animal de turno se metiera en un jaleo que excediese sus posibilidades, sería inevitable que en nuestra calidad de compañeros acabáramos apechugando también con unas consecuencias que ni nos iban ni nos venían. Ese momento, si llegaba, solía traer parejo el desencanto de los fieles. Las figuras desvaídas que desde el principio habían mostrado su adhesión al cabecilla se desentendían de él, y renegaban en privado del malhadado instante en que tuvieron a bien unir su andadura a la de tan desastrado caudillo.

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Aznar Campeador

Hoy todo es más sencillo y bastan una cuenta en Twitter, un perfil en Facebook o una charla informal en una tasca de Nou Barris para que el trampantojo se venga abajo, pero entonces estas cosas llevaban su tiempo. Me refiero a aquellos desvergonzados ochenta en los que nuestra mentalidad era analógica, en la tele sólo echaban dos canales y los personajes públicos se sentían hasta cierto punto libres porque sus meteduras de pata apenas tenían resonancia real en la vida de ahí afuera. Todo era mucho más laxo, incluida la capacidad para reconocer los propios vicios. Por puro azar cayeron hace unos días ante mis ojos unos retratos que en esa época tomó el fotógrafo Luis Magán al entonces presidente de Castilla y León, un señor bajito y con bigote que respondía por José María Aznar López. Pertenecen a una serie que se publicó en el suplemento dominical del diario El País y en la que diversos personajes públicos posaban para la posteridad disfrazados de su mito favorito. Hay quien dice que es en la infancia donde más y mejor se manifiestan los rasgos de nuestra personalidad que acabarán descollando en la edad adulta. Tengo para mí que, en el caso de los políticos, ese momento pleno de desinhibición reveladora no se da en los inocentes tiempos remotos de la niñez, sino en medio de los remolinos de adrenalina generados por esa segunda adolescencia que es la antesala del poder. Ese paréntesis vital en el que llegan a creerse los mejores del mundo porque quienes pululan a su alrededor no dejan de decirles que lo son y porque ya se sabe que, pese a todo, cien mil millones de moscas no pueden estar nunca equivocadas. En esa fase de subidón, con viento en popa a toda vela hacia el ordeno y mando en el PP y unas posibilidades no pequeñas de presidir España a una o dos elecciones vista, Aznar apareció en la revista semanal del diario independiente de la mañana disfrazado del Cid Campeador. Seguro que sus asesores no vieron nada de malo en ello. Puede que a él le pareciese una decisión inmaculada y acorde con sus principios. Al fin y al cabo no es difícil sacar conclusiones desde el presente, pero puede que no fuese fácil encontrarlas entonces.

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Los macarras de la moral

Hace unos días, una persona a la que no conozco de nada anunció en Facebook su intención de suicidarse. La ligereza con que entablamos y desenredamos relaciones en las redes sociales hizo que me encontrara al despertar de la siesta con el mensaje que este señor, al parecer mallorquín y poeta, había tecleado dos horas antes. Explicaba que unos días atrás le había abandonado su chica, que estaba convencido de que ya no valía la pena vivir y que, en consecuencia, acababa de ingerir una caja de somníferos con la intención de quitarse de en medio a la mayor brevedad. También anunciaba que una vez puesto el punto final a su texto justificatorio procedería a cerrar sus cuentas de Internet, a fin de que nadie osara perturbar siquiera sus dominios digitales, y pedía, por favor, que alguien se ocupara de llevar a un editor el poemario que acababa de terminar y cuyos versos reposaban, lánguidos, en un cajón de su escritorio. Impactaba encontrarse con una declaración de tal calibre en la media tarde de un sábado de otoño, con el sol perezoso a punto de esfumarse y las calles tratando de sacudirse ese frío que siempre coge a nuestros fondos de armario con el pie cambiado, pero impactaba aún más todo lo que venía después. La confesión doliente del suicida había generado en aquellos momentos un torrente de más de cien comentarios, como si la cosa se estuviera sometiendo a un juicio público, y nadie parecía dispuesto a quedarse sin decir la última palabra. Algunos intervinientes, con altas dosis de algo que no sé si llamar ingenuidad o inocencia, trataban de conseguir que el poeta desistiera de sus funestos propósitos; otros, con algo más de sentido común, solicitaban que «alguien» llamase a la Policía (tuve que preguntarme por qué, en vez de pedirlo, no habían llamado directamente ellos); tres o cuatro, más prudentes o temerosos de que aquello pudiera no ser otra cosa que una broma, preguntaban si alguien conocía personalmente bien al poeta deprimido, bien a la mujer que le había abandonado o bien a algún familiar que pudiese poner orden en tan descomunal desbarajuste; por último, y esto era lo más estrambótico, no pocos personajes aprovechaban la ocasión para tildar a quien según todas las informaciones acababa de poner fin a su vida de impío o egoísta o sinvergüenza, reprochándole que optara por mudarse al otro barrio habiendo como hay tanta miseria y tantas desgracias en el mundo, e incluían en ese sintagma tan genérico las hambrunas africanas, los terremotos en el sudeste asiático y el drama de los refugiados sirios, para que no faltara de nada en el cóctel. Una mujer incluso llegó a colgar allí la foto de un niño muerto en no recuerdo qué escenario catastrófico. España es ese país en el que siempre hay alguien dispuesto a ofenderse por cualquier cosa, aunque sea algo tan íntimo como morir por cuenta propia.

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