Hace unos días, una persona a la que no conozco de nada anunció en Facebook su intención de suicidarse. La ligereza con que entablamos y desenredamos relaciones en las redes sociales hizo que me encontrara al despertar de la siesta con el mensaje que este señor, al parecer mallorquín y poeta, había tecleado dos horas antes. Explicaba que unos días atrás le había abandonado su chica, que estaba convencido de que ya no valía la pena vivir y que, en consecuencia, acababa de ingerir una caja de somníferos con la intención de quitarse de en medio a la mayor brevedad. También anunciaba que una vez puesto el punto final a su texto justificatorio procedería a cerrar sus cuentas de Internet, a fin de que nadie osara perturbar siquiera sus dominios digitales, y pedía, por favor, que alguien se ocupara de llevar a un editor el poemario que acababa de terminar y cuyos versos reposaban, lánguidos, en un cajón de su escritorio. Impactaba encontrarse con una declaración de tal calibre en la media tarde de un sábado de otoño, con el sol perezoso a punto de esfumarse y las calles tratando de sacudirse ese frío que siempre coge a nuestros fondos de armario con el pie cambiado, pero impactaba aún más todo lo que venía después. La confesión doliente del suicida había generado en aquellos momentos un torrente de más de cien comentarios, como si la cosa se estuviera sometiendo a un juicio público, y nadie parecía dispuesto a quedarse sin decir la última palabra. Algunos intervinientes, con altas dosis de algo que no sé si llamar ingenuidad o inocencia, trataban de conseguir que el poeta desistiera de sus funestos propósitos; otros, con algo más de sentido común, solicitaban que «alguien» llamase a la Policía (tuve que preguntarme por qué, en vez de pedirlo, no habían llamado directamente ellos); tres o cuatro, más prudentes o temerosos de que aquello pudiera no ser otra cosa que una broma, preguntaban si alguien conocía personalmente bien al poeta deprimido, bien a la mujer que le había abandonado o bien a algún familiar que pudiese poner orden en tan descomunal desbarajuste; por último, y esto era lo más estrambótico, no pocos personajes aprovechaban la ocasión para tildar a quien según todas las informaciones acababa de poner fin a su vida de impío o egoísta o sinvergüenza, reprochándole que optara por mudarse al otro barrio habiendo como hay tanta miseria y tantas desgracias en el mundo, e incluían en ese sintagma tan genérico las hambrunas africanas, los terremotos en el sudeste asiático y el drama de los refugiados sirios, para que no faltara de nada en el cóctel. Una mujer incluso llegó a colgar allí la foto de un niño muerto en no recuerdo qué escenario catastrófico. España es ese país en el que siempre hay alguien dispuesto a ofenderse por cualquier cosa, aunque sea algo tan íntimo como morir por cuenta propia.
Ese mismo día (o uno antes, o uno después), una niña fallecía en un hospital de Santiago de Compostela porque sus padres, tras mucho dolor y muchas horas de insomnio y mucha reflexión y mucho llanto, resolvieron que no valía la pena mantener atada a las constantes vitales a una criatura que jamás iba a poder disfrutar realmente de la vida. Siempre me ha maravillado la fortaleza que demuestran las personas capaces de tomar decisiones así, el temple y el rigor con el que actúan aún sabiendo que su conclusión no será ni compartida ni apreciada, ni mucho menos comprendida, por quienes siempre están dispuestos a evaluar conductas ajenas sin prestar la menor atención a sus propias inquinas. Los padres de Andrea, así se llamaba la niña, demostraron en un trance fatídico tanto valor y tanto amor hacia su hija que, una vez conocida la noticia de que finalmente el hospital aprobaba la eutanasia y a la criatura se le acabarían por fin el sufrimiento y la falta de esperanzas, poco más se podía hacer aparte de compadecer a la desdichada pareja y mantener un respetuoso silencio que les permitiera conducir adecuadamente su pena. Sin embargo, estaba claro que no todo el mundo lo iba a entender así: una vez agotado el último suspiro de Andrea, una asociación de autodenominados «padres cristianos» se apresuró a declarar que presentaría una denuncia contra los progenitores por haber propiciado el asesinato de su hija, atentando de un modo infausto contra los principios de la ley divina y desoyendo aquello de que la más acendrada virtud no vale nada si no se sustenta sobre el sacrificio más insoportable. se apresuró a declarar que presentaría una denuncia contra los progenitores por haber propiciado el asesinato de su hija, atentando de un modo infausto contra los principios de la ley divina y desoyendo aquello de que la más acendrada virtud no vale nada si no se sustenta sobre el sacrificio más insoportable.