Hoy todo es más sencillo y bastan una cuenta en Twitter, un perfil en Facebook o una charla informal en una tasca de Nou Barris para que el trampantojo se venga abajo, pero entonces estas cosas llevaban su tiempo. Me refiero a aquellos desvergonzados ochenta en los que nuestra mentalidad era analógica, en la tele sólo echaban dos canales y los personajes públicos se sentían hasta cierto punto libres porque sus meteduras de pata apenas tenían resonancia real en la vida de ahí afuera. Todo era mucho más laxo, incluida la capacidad para reconocer los propios vicios. Por puro azar cayeron hace unos días ante mis ojos unos retratos que en esa época tomó el fotógrafo Luis Magán al entonces presidente de Castilla y León, un señor bajito y con bigote que respondía por José María Aznar López. Pertenecen a una serie que se publicó en el suplemento dominical del diario El País y en la que diversos personajes públicos posaban para la posteridad disfrazados de su mito favorito. Hay quien dice que es en la infancia donde más y mejor se manifiestan los rasgos de nuestra personalidad que acabarán descollando en la edad adulta. Tengo para mí que, en el caso de los políticos, ese momento pleno de desinhibición reveladora no se da en los inocentes tiempos remotos de la niñez, sino en medio de los remolinos de adrenalina generados por esa segunda adolescencia que es la antesala del poder. Ese paréntesis vital en el que llegan a creerse los mejores del mundo porque quienes pululan a su alrededor no dejan de decirles que lo son y porque ya se sabe que, pese a todo, cien mil millones de moscas no pueden estar nunca equivocadas. En esa fase de subidón, con viento en popa a toda vela hacia el ordeno y mando en el PP y unas posibilidades no pequeñas de presidir España a una o dos elecciones vista, Aznar apareció en la revista semanal del diario independiente de la mañana disfrazado del Cid Campeador. Seguro que sus asesores no vieron nada de malo en ello. Puede que a él le pareciese una decisión inmaculada y acorde con sus principios. Al fin y al cabo no es difícil sacar conclusiones desde el presente, pero puede que no fuese fácil encontrarlas entonces.
Contra los agoreros que repiten continuamente que este país es un vergel, lo cierto es que España es la verdadera tierra de las oportunidades en lo que a labrarse un nombre se refiere. Lo comprobaron los constructores que se erigieron en mesías de la nueva economía triunfante en el dorado cambio de siglo, lo supieron Rodrigo Rato y Álvarez-Cascos, investidos de los más altos honores retóricos antes de caer derrotados bajo la espada de sus propias miserias, y empezaba a intuirlo Aznar cuando decidió inmortalizarse de tan pintoresca guisa en lo más alto de una fortaleza desde cuyas murallas se vislumbran las más arraigadas esencias paisajísticas de Castilla. Por descontado, también lo tuvo claro el mismísimo Campeador, que puso su espada al servicio de quien mejor se la pagase, daba igual que fuera cristiano o musulmán, y ni dudó en desafiar a su rey cuando éste se negó a pasar por el aro de sus caprichos ni se molestó en ocultar los chantajes a la Corona en que incurría con cada nueva conquista. Es más, el buen Rodrigo Díaz supo rodearse de una parroquia fiel y hasta dio con un par de juglares dispuestos a cantar sus andanzas. Y aunque él no pudiese calcularlo, el porvenir le deparó la complicidad de unos cuantos historiadores y el entusiasmo de un filólogo que vio en los versos de arte mayor los cimientos en los que sustentar los embriones de la épica castellana. Como resultado de toda esa ecuación sus restos descansan hoy bajo el cimborrio de la catedral de Burgos y en la nueva política, esa cosa tan evanescente, hay quienes le citan sin conocimiento, recato ni pudor en cuanto se aproximan los fastos del 12 de octubre. Así funciona la cosa por aquí: empiezas vendiéndote al mejor postor y antes de que te des cuenta ya te han reconocido como padre de la patria y tu biografía ha dado para inaugurar un nuevo género literario.
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Foto: Luis Magán / El País Semanal