Los más fuertes de la clase no solían ser nunca los más inteligentes. Rara vez despertaban las simpatías de la parroquia y, por lo común, terminaban rodeándose de unos curiosos especímenes que, sin ser excesivamente brutos, sentían que la proximidad del presunto líder natural de la manada les proveía del carisma del que creían carecer. Digo «presunto» porque los más bestias del aula contaban con una serie de prerrogativas, tales como capitanear uno de los dos equipos que se formaban en los partidillos de fútbol del recreo o disponer siempre del sitio que quisieran en los pupitres de las últimas filas, pero poco más que eso. Nadie requería su opinión para ningún asunto realmente importante y por descontado nunca iban a los cumpleaños de quienes jamás tuvimos la menor intención de invitarlos, que éramos casi todos. Ese desprecio tácito hacía que los orgullosos grandullones apenas tuvieran más vida social que la que les procuraban la propia escuela y el confortable hábitat de los billares del barrio. No obstante, el mantenimiento de este pacto de no agresión también exigía estar dispuestos a asumir una posible contrapartida: en cuanto el animal de turno se metiera en un jaleo que excediese sus posibilidades, sería inevitable que en nuestra calidad de compañeros acabáramos apechugando también con unas consecuencias que ni nos iban ni nos venían. Ese momento, si llegaba, solía traer parejo el desencanto de los fieles. Las figuras desvaídas que desde el principio habían mostrado su adhesión al cabecilla se desentendían de él, y renegaban en privado del malhadado instante en que tuvieron a bien unir su andadura a la de tan desastrado caudillo.
Tony Blair ha reconocido en público que se equivocó con todas las letras cuando decidió apoyar al entonces presidente de los Estados Unidos de América, el por desgracia inolvidable George Bush Hijo, en la invasión de Iraq. De aquella infamia que se detectó ya entonces, pero que no habían reconocido plenamente hasta ahora sus urdidores y artífices, quedó para la Historia la famosa foto tomada en las Azores en la que un mandamás plenipotenciario y dos paladines encantados de exhibir la condición de esbirros que voluntariamente habían asumido miraban, henchidos de gloria, al horizonte. Siempre se habla en singular de aquella imagen, pero en realidad lo que los fotógrafos captaron fue toda una serie de instantáneas que, vistas en conjunto, ofrecen un reflejo fiel del relajo y la camaradería que imperaba en aquel campamento prebélico levantado en medio del Atlántico. Hay algunas veces en el rostro de Blair una seriedad marcial o conscientemente histórica, como si no quisiera que las cámaras dejen de notar que él sabe bien de la trascendencia que cobrarán en el futuro esos retratos cruciales, elevados desde el primer minuto a la categoría de epítome y emblema de una época. Hay alegría difícilmente contenida en la abierta sonrisa con la que Aznar afronta los objetivos: da fe de ese exultante estado anímico el que ni siquiera se haya preocupado de amarrar el travieso flequillo que cae sobre su frente. Y hay, por descontado, brutalidad tabernaria en la expresión vacía de un Bush Hijo encantado de salirse con la suya y conseguir el apoyo moral y explícito de un par de pusilánimes dispuestos a abrazar su causa con tal de sentir, aunque sólo sea por unos minutos, que cae sobre sus espaldas todo el peso del nuevo orden mundial.
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Foto: Agencia Efe