No hay cinéfilo que no recuerde, especialmente si entre sus filias se encuentran los delirios buñuelianos, aquella escena de Tristana en la que la bella Catherine Deneuve se inclinaba sobre una estatua yacente en un rapto necrófilo donde el impulso determinante no era la atracción por el difunto que yacía bajo una fría losa de mármol, sino ese poderoso magnetismo que desprende la belleza cuando se manifiesta sin ambages, en plena posesión de todas sus facultades. Como podrán imaginar quienes conozcan o tengan una mínima noticia de las motivaciones que guían la obra del cineasta aragonés, nada en ese tramo del metraje es casual: al margen de lo evidente —la obsesión del director con el clero y todo lo que representaban (u ocultaban) los rituales inexcusables del catolicismo, la querencia por buscar territorios de confluencia entre el sexo y la muerte, la confrontación de lo vivo y lo inerte, materializada en este caso en la dicotomía abierta entre una mujer hermosísima y una máscara mortuoria—, el tête à tête que establecen el personaje de Tristana y la momia de alabastro es, también y sobre todo, un guiño del director a su propia biografía en un momento, él acababa de cumplir setenta años, en el que ya comenzaba a entreverse el final del camino y resultaba complicado conjurar la nostalgia hacia un país que había tenido que abandonar más de treinta años atrás y al que ya nunca regresaría. De hecho, un año antes había ensayado idéntico recurso, el mostrar el cadáver de un obispo bien acomodado en su sepulcro, en el largometraje La Vía Láctea, aunque lo que en aquella ocasión era sólo una pista, esta vez sí, para perfectos iniciados, en Tristana se convirtió todo un homenaje autorreferencial hacia lo que acaso entendió que habían sido sus mejores años.
La historia que terminó dando lugar a esa escena comenzó en Toledo en el año 1923, en plena festividad de San José. Trece días antes, el mismísimo Albert Einstein había visitado la ciudad, en la que aún debía de latir algún eco remoto de su extinta gloria imperial, pero aquella tarde el aún jovencísimo Buñuel no estaba allí para rendir honores al celebrado físico, sino que recorría las empinadas callejuelas del casco histórico en busca de tabernas donde saciar una sed de dimensiones mitológicas. Sin que sepamos muy bien cómo, el maño imberbe acabó, completamente borracho, paseando por el claustro de la imponente catedral gótica. Fue allí donde escuchó, primero, a miles de pájaros cantar al unísono y, después, una inesperada voz interior que le conminaba a acudir de inmediato al convento de Los Carmelitas no para presentar las credenciales que le permitieran incorporarse a la orden, sino con la única finalidad de robar la caja del convento. Fiel al mandato —tan excepcional, a decir verdad, como atractivo—, Buñuel se encaminó al cenobio y el portero le condujo hasta un fraile que salió enseguida a recibirle y escuchó cómo el joven le hablaba de su súbito, ferviente y cínico deseo de profesar en las filas de los carmelitas. El monje, perro viejo al fin y al cabo, percibió el fuerte olor a vino que desprendía su aliento y, muy educadamente, le acompañó de nuevo hasta la puerta para devolverlo a las gélidas e intrincadas calles de la ciudad. «Al día siguiente», relató el propio Buñuel en su momento, «decidí fundar la Orden de Toledo».
«Tristana» (Luis Buñuel, 1970)