Tras la puerta de la infamia

Termino de leer La puerta de la infamia con la extraña sensación de quien abandona un déjà-vu. Se trata de un volumen editado por la Fundación Huerta de San Antonio en el que se reúnen las crónicas que Antonio Muñoz Molina publicó a lo largo del primer semestre de 1998 en El País acerca del juicio por el llamado «caso Marey». La historia es o debería ser de sobra conocida: en diciembre de 1983 tres mercenarios secuestraron en Hendaya al ciudadano francés Segundo Marey, al que confundieron con un miembro de ETA. En realidad, Marey era hijo de un socialista exiliado en plena Guerra Civil y nunca había tenido la menor relación con la banda armada. La confusión se prolongó durante diez días en los que aquel pobre hombre permaneció encerrado en una cabaña de Colindres, en Cantabria. Finalmente, le liberaron en territorio francés. La acción fue reivindicada por un grupo terrorista desconocido hasta entonces que, según sus propias palabras, pretendía presionar a las autoridades francesas para que liberaran a un inspector y a tres agentes del Grupo Especial de Operaciones de la Policía Nacional a los que se había detenido en Pau unos meses antes, cuando intentaban capturar a un presunto etarra.

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La ley de la calle

Esto de las calles tiene su enjundia. En el Madrid de la Guerra Civil, cuando la dominación roja, las autoridades al mando rebautizaron el eje formado por los paseos de la Castellana, el Prado y Recoletos como «avenida de la Unión Proletaria». Los impulsores de la iniciativa querían enmendar la plana a sus adversarios, que estaban dejando cumplida huella de su paso en los callejeros de las ciudades ocupadas. No hace falta decir que también a la capital le ocurrió lo mismo cuando finalmente pasaron los que no tenían que pasar. Aún circulan por ahí planos de entonces en los que la distancia que separa la plaza de Castilla de la estación de Atocha se cubre con el «paseo del Generalísimo» y el rectángulo que imita el discurrir de la Gran Vía aparece mancillado con el lema «avenida de José Antonio». ¿Se trata de rendir homenaje a las que se van consolidando como figuras ineludibles de nuestra Historia, de imprimir en las ciudades el testimonio que concrete y resuma una determinada época o de que los gobernantes o el régimen imperante hagan valer su propio imaginario para tratar de perpetuarlo más allá de sus dominios temporales? Unas veces la respuesta es una mezcla de esas tres cuestiones, otras se ciñe escrupulosamente a los dictados de cualquiera de ellas y a menudo no tiene nada que ver con ninguna. Hubo en Salamanca hasta hace cuatro días un alcalde muy pintoresco y muy beato que consiguió la gran gesta de convencer a El Corte Inglés para que levantara un centro comercial en la plateresca capital unamuniana. El solar disponible a tal fin se ubicaba en la avenida de Federico Anaya, prolongación de otra puesta la advocación de María Auxiliadora. Como al regidor (eso dijo él mismo) le hacía especial ilusión que la llegada de tan insigne firma a su ciudad tuviera el beneplácito de las divinidades, llevó a cabo los trámites oportunos para bautizar también como de María Auxiliadora al tramo de Federico Anaya en el que se levantaría la tienda, con las consiguientes molestias para los comerciantes que ya operaban allí de antiguo y los vecinos que, de buenas a primeras y por el capricho de un alcalde más preocupado por el perdón de la misa de doce que por el día a día de la municipalidad, tuvieron que cambiar todas sus señas en las instancias oportunas para no verse convertidos en moradores fantasmas de una calle que había dejado de existir como por arte de magia.

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El profeta en su tierra

Nadie es profeta en su tierra, lo sabemos todos. Desde que Cristo vino para salvar a los judíos y pudo ver cómo sus presuntos correligionarios le acababan conduciendo al matadero, tenemos asumido que el último lugar en el que reconocerán nuestros méritos será en nuestra propia casa. Hubo en mi barrio un tipo muy lúcido que cada vez que alguien le hablaba de algún convecino ilustre respondía siempre con la misma pregunta: «¿Cómo va a destacar ése en nada, si nació aquí mismo?» Uno no sabe bien si tanto desprecio por lo propio tiene que ver con la envidia o con cierto pesimismo antropológico. La única verdad es que a lo largo de los siglos el género humano ha dado sobradas muestras de esa cicatería cuando se trata de valorar la excelencia de los compatriotas. Vivió Cervantes como un pobre de solemnidad, arrastrado día y noche por el Madrid antiguo, y fue a recibir sepultura en la cripta de un convento que hasta hace un año casi nadie sabía ubicar sobre un plano de la capital de España. Emigran cada año cientos de jóvenes a los que en el extranjero becan y reconocen por su formación y su trabajo y que aquí no son más que mera estadística molesta, números que deslucen a final de año las rutilantes cuentas del Ministerio correspondiente. Los conductores del coche fúnebre en el que se trasladó en su día hasta Luarca el féretro de Severo Ochoa dejaron el cadáver al raso, en el aparcamiento de un bar de carretera, mientras daban cuenta del menú del día sin que ninguna autoridad competente se ocupara de hacer piadosa compañía al difunto. A veces se da justo el caso contrario, y eso también es malo. A un buen amigo escritor le hicieron la gracia de bautizar con su nombre una pequeña plaza que queda justo enfrente de su casa y el hombre pasa las horas asomado a la ventana, atribulado por la posibilidad de que ese rincón en el que se perpetúa su memoria se vea invadido por indeseables. Lo normal, no obstante, será siempre lo contrario: ese no dar ni agua al propio y procurar que no se le agasaje ni con una sola brizna de laurel hasta que no haya dado con sus huesos en el hoyo. En España es más fácil ganar el Planeta que ser invitado a leer el pregón de las fiestas de tu pueblo.

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Imaginamos París

Quizás porque ocurrieron en sus calles unas cuantas cosas que amamos, imaginamos París como la cuna de todo lo que nos hace mejores. Alguna vez me pidieron que consignase el viaje que más me marcó de todos los que he hecho en mi vida, y siempre quise referirme a aquél que en la primavera de 1997 me convirtió en un náufrago a orillas del Sena. Junto al Pont des Arts en el que aguardaba Oliveira la llegada de La Maga, en el portal de la Place des Vosges en el que se escuchaban todas las tardes las pisadas de Victor Hugo, sobre la tarima de los cabarets a cuyas bailarinas pintó Toulouse-Lautrec, latía entonces, y sigue latiendo ahora, la magia perenne e imperecedera de esa verdad esencial que nos convierte en cómplices de la belleza. París es una ciudad a la que siempre queremos volver porque sabemos que ella siempre nos espera. Tal vez sea por eso, porque París es una ciudad grabada a fuego en la memoria sentimental de Europa, por lo que sentimos que sus heridas nos duelen como si nos pertenecieran, que sus rasguños sangran en nuestra piel. Porque imaginamos París como una parte de nosotros mismos, y es algo nuestro lo que se lastima cuando la ciudad arde y en las calles que vieron florecer la Ilustración y las revoluciones campan por sus respetos el horror y la barbarie.

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Lo que pasó en Florida

Seamos sinceros: podría pasarle a cualquiera. No conozco a nadie que no guarde en sus archivos personales alguna fotografía comprometedora o, cuando menos, humillante. Casi siempre son vestigios que proceden de los veranos de la juventud, esa edad en la que nada importa ni compromete realmente, y que a veces llegan desde periodos más recientes para demostrarnos que nadie está libre de hacer el ridículo al menos un par de veces en su vida. Existen como consecuencia del exceso de confianza o de la incursión en un grado tolerable de inconsciencia: ese amigo que, guasón, sacó la cámara de fotos cuando hacíamos alguna tontería; la alegría con que, en un preciso instante, congelamos la travesura en que estábamos incurriendo para que la posteridad nos recordara caminando por el filo del abismo. Luego, al cabo del tiempo, empezamos a cuidar muy mucho cómo y cuándo nos dejábamos retratar: las redes sociales constriñeron hasta extremos inverosímiles los ya de por sí estrechos márgenes de la privacidad, y los avances de la telefonía móvil hacen ya que resulta remota la posibilidad de dar un largo paseo por la calle sin aparecer formando parte del paisaje en la fotografía que sin duda estará tomando alguna de las personas con las que nos cruzaremos. Hay otra variante mucho más dañina y peligrosa: la de aquéllos que no tienen empacho en compartir públicamente los que deben de considerar hitos inexcusables de su vida sin pararse a pensar que tal vez quienes están con ellos no desean verse expuestos en determinadas circunstancias. Había hace no mucho una máxima, «lo que pasa de fiesta se queda de fiesta», que todo el mundo respetaba a rajatabla hasta que los tiempos del 4G y el raro exhibicionismo antropológico que traen consigo convirtieron el día a día en un constante escaparate. Nada parece existir si no es retratado, expuesto y glosado ante las masas. Todo, lo bueno y lo malo, ha de verse sometido al juicio inapelable de la audiencia.

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