El profeta en su tierra

Nadie es profeta en su tierra, lo sabemos todos. Desde que Cristo vino para salvar a los judíos y pudo ver cómo sus presuntos correligionarios le acababan conduciendo al matadero, tenemos asumido que el último lugar en el que reconocerán nuestros méritos será en nuestra propia casa. Hubo en mi barrio un tipo muy lúcido que cada vez que alguien le hablaba de algún convecino ilustre respondía siempre con la misma pregunta: «¿Cómo va a destacar ése en nada, si nació aquí mismo?» Uno no sabe bien si tanto desprecio por lo propio tiene que ver con la envidia o con cierto pesimismo antropológico. La única verdad es que a lo largo de los siglos el género humano ha dado sobradas muestras de esa cicatería cuando se trata de valorar la excelencia de los compatriotas. Vivió Cervantes como un pobre de solemnidad, arrastrado día y noche por el Madrid antiguo, y fue a recibir sepultura en la cripta de un convento que hasta hace un año casi nadie sabía ubicar sobre un plano de la capital de España. Emigran cada año cientos de jóvenes a los que en el extranjero becan y reconocen por su formación y su trabajo y que aquí no son más que mera estadística molesta, números que deslucen a final de año las rutilantes cuentas del Ministerio correspondiente. Los conductores del coche fúnebre en el que se trasladó en su día hasta Luarca el féretro de Severo Ochoa dejaron el cadáver al raso, en el aparcamiento de un bar de carretera, mientras daban cuenta del menú del día sin que ninguna autoridad competente se ocupara de hacer piadosa compañía al difunto. A veces se da justo el caso contrario, y eso también es malo. A un buen amigo escritor le hicieron la gracia de bautizar con su nombre una pequeña plaza que queda justo enfrente de su casa y el hombre pasa las horas asomado a la ventana, atribulado por la posibilidad de que ese rincón en el que se perpetúa su memoria se vea invadido por indeseables. Lo normal, no obstante, será siempre lo contrario: ese no dar ni agua al propio y procurar que no se le agasaje ni con una sola brizna de laurel hasta que no haya dado con sus huesos en el hoyo. En España es más fácil ganar el Planeta que ser invitado a leer el pregón de las fiestas de tu pueblo.

Lo han entendido bien los de Ciudadanos, que en vez de caer en el lodazal de lo políticamente correcto han sabido tejer un argumento tan soberbio como inapelable para evitar que la localidad valenciana de Xàtiva nombrara hijo predilecto al cantautor Raimon: el aludido no merece tal honor porque se ganó la fama y los dineros lejos de su tierra. La excusa, tan lúcida y genial que no se le habría ocurrido ni al mejor Berlanga, pedía a gritos titulares y los dio, porque la audacia de los concejales color butano merece ser objeto de loas y festejos por los cuatro puntos cardinales del país. No es que nos hayan abierto los ojos a quienes, como yo, pensábamos que cada cual tiene la obligación moral de ganarse la vida donde buenamente pueda sin que eso deba suponer un menoscabo para su lugar de procedencia. Es que, además, replantea toda una serie de cuestiones de vital importancia a la hora de valorar y reconfigurar el imaginario que habíamos venido construyendo a lo largo de estas décadas. ¿Por qué debe Gijón, es un ejemplo, homenajear a Jovellanos, si se fue de allí para buscar fortuna en una corte de la que sólo volvió cuando se sintió dolido y maltratado? ¿A santo de qué festejan los aragoneses a Buñuel o Goya, artistas geniales sin duda, pero con muy poco apego hacia su cuna, como demuestra lo poco que la pisaron una vez emprendido el viaje más allá de sus lindes? ¿Cómo es que se recuerda en Sevilla a un Machado que no vivió allí más que ocho o nueve años, los primeros de su vida, y que ni siquiera tuvo muy en cuenta a la ciudad a la hora de inspirar sus versos?

[Artículo completo en Asturias24]

raimon_en_madrid

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