Quizás porque ocurrieron en sus calles unas cuantas cosas que amamos, imaginamos París como la cuna de todo lo que nos hace mejores. Alguna vez me pidieron que consignase el viaje que más me marcó de todos los que he hecho en mi vida, y siempre quise referirme a aquél que en la primavera de 1997 me convirtió en un náufrago a orillas del Sena. Junto al Pont des Arts en el que aguardaba Oliveira la llegada de La Maga, en el portal de la Place des Vosges en el que se escuchaban todas las tardes las pisadas de Victor Hugo, sobre la tarima de los cabarets a cuyas bailarinas pintó Toulouse-Lautrec, latía entonces, y sigue latiendo ahora, la magia perenne e imperecedera de esa verdad esencial que nos convierte en cómplices de la belleza. París es una ciudad a la que siempre queremos volver porque sabemos que ella siempre nos espera. Tal vez sea por eso, porque París es una ciudad grabada a fuego en la memoria sentimental de Europa, por lo que sentimos que sus heridas nos duelen como si nos pertenecieran, que sus rasguños sangran en nuestra piel. Porque imaginamos París como una parte de nosotros mismos, y es algo nuestro lo que se lastima cuando la ciudad arde y en las calles que vieron florecer la Ilustración y las revoluciones campan por sus respetos el horror y la barbarie.
«Siempre nos quedará París», se decían Bogart y Bergman en Casablanca, y es algo muy cierto porque París no sólo no se acaba nunca, como bien supo Vila-Matas, sino que es una y tantas como queramos que sea al fantasear con sus rincones. Es el escenario de la fuga de Doinel y es el campo de juegos de los primeros surrealistas; es Viollet-le-Duc asomando sus gárgolas a la balaustrada de la catedral de Notre Dame y es Richelieu tramando tejemanejes en su oscuro gabinete cardenalicio; es el aguacero que presagió la muerte de Vallejo y es el nido donde descansan las cigüeñas; es la tumba de Jim Morrison y es el frontón donde el pueblo se declaró soberano y único dueño por derecho de su destino; es Françoise Hardy cantando a los chicos y las chicas y es Jacques Brel regalándonos las perlas de lluvia que guardaba en las alforjas tras sus viajes a la tierra donde nunca llueve; es las divagaciones de Maigret y es los barrios tristes y umbríos de Modiano y es la luz del pensamiento del buen Voltaire, padre fundador de tantos hitos, que aún refulge en los atardeceres en los que la ciudad, desde el Montmartre, toma hechuras de óleo impresionista. París es, en fin, texto y contexto, tierra y semilla, arte y acción, verso y reverso, espejo y realidad, duda y certeza. Es sentirse propio en casa ajena, creer que la eternidad cabe en los veladores de un café, fumar acodado en una barandilla sin tener que recordar que el tiempo pasa. Porque imaginamos París como si fuera un largo sueño que fluctúa y no se hunde es por lo que cuesta tanto asumir que nos despierten. «Ahora, voy a contaros cómo yo también estuve en París y fui dichoso», escribió Gil de Biedma. En París siempre transcurre el último verano de nuestra juventud, que es también el primer otoño de nuestras añoranzas. Por París se declararon guerras, se convirtieron reyes y se invadieron las Galias. Allí están el meridiano dorado que conduce al secreto de los alquimistas y el péndulo que gira al compás de todas las heterodoxias. Hasta esa exagerada torre Eiffel que tan poca gracia hizo a sus contemporáneos ha acabado por caernos simpática de tanto verla erguirse al final de los Campos de Marte, echando sombra sobre las fantasmales gestas napoleónicas. Porque imaginamos París como el lugar donde aprendimos a ser libres nos asusta tanto ver renacer en ella el miedo. Porque la sabemos llena de mar bajo los adoquines sospechamos que, cual ave fénix, no tardará en reinventarse para resurgir de sus cenizas. A lo largo de la Historia han sido muchas las ocasiones en que la esperanza, como los niños, también vino de París.
«Jardins des Champs-de-Mars» (Robert Doisneau)