Seamos sinceros: podría pasarle a cualquiera. No conozco a nadie que no guarde en sus archivos personales alguna fotografía comprometedora o, cuando menos, humillante. Casi siempre son vestigios que proceden de los veranos de la juventud, esa edad en la que nada importa ni compromete realmente, y que a veces llegan desde periodos más recientes para demostrarnos que nadie está libre de hacer el ridículo al menos un par de veces en su vida. Existen como consecuencia del exceso de confianza o de la incursión en un grado tolerable de inconsciencia: ese amigo que, guasón, sacó la cámara de fotos cuando hacíamos alguna tontería; la alegría con que, en un preciso instante, congelamos la travesura en que estábamos incurriendo para que la posteridad nos recordara caminando por el filo del abismo. Luego, al cabo del tiempo, empezamos a cuidar muy mucho cómo y cuándo nos dejábamos retratar: las redes sociales constriñeron hasta extremos inverosímiles los ya de por sí estrechos márgenes de la privacidad, y los avances de la telefonía móvil hacen ya que resulta remota la posibilidad de dar un largo paseo por la calle sin aparecer formando parte del paisaje en la fotografía que sin duda estará tomando alguna de las personas con las que nos cruzaremos. Hay otra variante mucho más dañina y peligrosa: la de aquéllos que no tienen empacho en compartir públicamente los que deben de considerar hitos inexcusables de su vida sin pararse a pensar que tal vez quienes están con ellos no desean verse expuestos en determinadas circunstancias. Había hace no mucho una máxima, «lo que pasa de fiesta se queda de fiesta», que todo el mundo respetaba a rajatabla hasta que los tiempos del 4G y el raro exhibicionismo antropológico que traen consigo convirtieron el día a día en un constante escaparate. Nada parece existir si no es retratado, expuesto y glosado ante las masas. Todo, lo bueno y lo malo, ha de verse sometido al juicio inapelable de la audiencia.
Ya digo que podría haberle pasado a cualquiera, pero el problema es que ellos no son cualquiera. Lo peor no es que Agustín Iglesias Caunedo y Manuel Pecharromán se fuesen de putas durante su famoso viaje a Florida. Eso, de ser cierto, podrá ser feo e inmoral y hasta contrario a los preceptos del partido al que pertenecen, pero no es lo más indignante. Lo peor es pensar que ambos eran cargos públicos electos cuando supuestamente aceptaron el regalo que les pusieron en bandeja y que, lejos de rechazarlo con el aplomo y la seguridad que se les deberían presuponer a dos servidores de la ciudadanía, no tardaron ni medio segundo en lanzarse de cabeza. Y más terrible resulta aún que no tuvieran el menor problema en dejarse fotografiar en actitudes que resultarían perfectamente inane si se tratara de dos ciudadanos anónimos, pero que adquieren trazos burlescos y hasta ofensivos cuando se repara en que quienes dedican al objetivo una peineta o atrapan entre sus manos un fajo de billetes de dólar mientras se carcajean sin tasa son dos concejales con ambición de prosperar en su dedicación a la cosa pública: el primero aún llegaría a ser alcalde de Oviedo y el segundo trataría de ponerse al frente del Partido Popular en Asturias. En otros tiempos más inteligentes o menos proclives a la banalidad o la superchería, en una época en la que realmente se tuviesen en cuenta la capacidad y los méritos y no la habilidad para pisar moqueta y pasar la mano por la chepa de quien corresponda, ningún personaje público medianamente instruido cometería un error semejante ni haría luego el papelón de intentar negar lo que resulta a todas luces evidente.
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«Una noche en la ópera» (Sam Wood / Edmund Goulding, 1935)