La ley de la calle

Esto de las calles tiene su enjundia. En el Madrid de la Guerra Civil, cuando la dominación roja, las autoridades al mando rebautizaron el eje formado por los paseos de la Castellana, el Prado y Recoletos como «avenida de la Unión Proletaria». Los impulsores de la iniciativa querían enmendar la plana a sus adversarios, que estaban dejando cumplida huella de su paso en los callejeros de las ciudades ocupadas. No hace falta decir que también a la capital le ocurrió lo mismo cuando finalmente pasaron los que no tenían que pasar. Aún circulan por ahí planos de entonces en los que la distancia que separa la plaza de Castilla de la estación de Atocha se cubre con el «paseo del Generalísimo» y el rectángulo que imita el discurrir de la Gran Vía aparece mancillado con el lema «avenida de José Antonio». ¿Se trata de rendir homenaje a las que se van consolidando como figuras ineludibles de nuestra Historia, de imprimir en las ciudades el testimonio que concrete y resuma una determinada época o de que los gobernantes o el régimen imperante hagan valer su propio imaginario para tratar de perpetuarlo más allá de sus dominios temporales? Unas veces la respuesta es una mezcla de esas tres cuestiones, otras se ciñe escrupulosamente a los dictados de cualquiera de ellas y a menudo no tiene nada que ver con ninguna. Hubo en Salamanca hasta hace cuatro días un alcalde muy pintoresco y muy beato que consiguió la gran gesta de convencer a El Corte Inglés para que levantara un centro comercial en la plateresca capital unamuniana. El solar disponible a tal fin se ubicaba en la avenida de Federico Anaya, prolongación de otra puesta la advocación de María Auxiliadora. Como al regidor (eso dijo él mismo) le hacía especial ilusión que la llegada de tan insigne firma a su ciudad tuviera el beneplácito de las divinidades, llevó a cabo los trámites oportunos para bautizar también como de María Auxiliadora al tramo de Federico Anaya en el que se levantaría la tienda, con las consiguientes molestias para los comerciantes que ya operaban allí de antiguo y los vecinos que, de buenas a primeras y por el capricho de un alcalde más preocupado por el perdón de la misa de doce que por el día a día de la municipalidad, tuvieron que cambiar todas sus señas en las instancias oportunas para no verse convertidos en moradores fantasmas de una calle que había dejado de existir como por arte de magia.

Algo de eso ha estado a punto de ocurrir estos días en Gijón a cuenta del primer alcalde democrático que tuvo la ciudad después de 1975. Con José Manuel Palacio ocurre lo que suele ocurrir con Santa Bárbara: que su figura sólo aflora en el recuerdo si acecha la tormenta. Hasta no hace mucho eran sólo los periodistas veteranos los que de cuando en cuando reactivaban su memoria aprovechando determinadas batallitas urbanísticas. Desde hace un par de años, con la llegada de la izquierda moderna y desprejuiciada que bebe en el mismo arroyo en que bebieron desde siempre las viejas corrientes sindicales, se entendió que el periodo en el que el susodicho se puso al mando de la villa resultaba ideal para reivindicar un presunto pasado de esplendores previo a la implantación de los detritus. Hubo hasta gentes de mi misma generación que aseguraban sentir nostalgia de aquella ciudad alegre y confiada que ellos sólo pudieron conocer desde el carricoche o subidos, como mucho, a su primer triciclo. Palacio se vio así, de buenas a primeras, convertido en mito heroico de la mayor urbe de Asturias, mártir de aquella verdadera causa socialista que fue defenestrada y muerta a manos del incipiente arecismo venido de Perlora para sembrar por doquier el mal, la confusión y el caos. Como historia no estaba mal y como estratagema resulta hasta graciosa, pero si bien construir un referente simbólico es hasta cierto punto sencillo, no lo es tanto conseguir que cale hasta el extremo de hacerse indiscutible.

[Artículo completo en Asturias24]

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«La ley de la calle» (Francis Ford Coppola, 1983)

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