Después de tantos desencantos

Los Panero estuvieron muy presentes, no es ningún secreto, en una etapa de mi vida. Alrededor de su intrahistoria familiar y sus derivados generacionales escribí una novela y dirigí un documental. La novela me procuró cierto reconocimiento y se vendió razonablemente bien, pero es muy difícil dar con ella hoy en día: la editorial cerró, los pocos ejemplares que quedaban se saldaron y el libro permanece descatalogado y libre de derechos. Aún conservo por algún cajón los recortes de prensa que surgieron a su alrededor, incluyendo la crítica más divertida que me hayan hecho nunca: un extenso artículo cuyo autor se dedica a insultarme tras confesar, en las primeras líneas, que no había pasado de la primera página. El documental tuvo una vida mucho más subterránea: se vio en algún festival, se proyectó en determinados ciclos y hasta contó con algún pase especial en una universidad madrileña de cuyo nombre no puedo acordarme. Quizás todo eso influya en que lleve varios años considerando todo aquello como parte de una etapa cerrada de mi biografía, uno de esos lugares gratos al recuerdo pero a los que sabemos que vale más no volver. Alguna vez me escribe alguien preguntándome dónde puede ver la película o si hay forma de conseguir el libro. Dependiendo del humor con que me pillen y de la confianza que tenga con quien me interpela puedo dar más o menos largas, pero tiendo siempre a saldar la cuestión con una negativa por no verme en la tesitura de reabrir asuntos que, a fin de cuentas, no corrieron la suerte que me hubiese gustado que tuvieran.

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Como nosotros

No sé en qué momento exacto arrancó esta carrera loca. Hay quien culpa a esos debates que se han puesto de moda en el prime time y que intentan, y consiguen, convertir la política en una especie de hermana tonta del show business. Puede que todo empezara, sin que nos diésemos cuenta, la noche en que Sánchez Dragó invitó a Aznar a su programa libresco para obsequiarnos con una hora de televisiva desvergüenza. Quizás haya que perseguir las razones en ese reciente afán periodístico por buscar el lado humano de casi cualquier cosa, como si el BOE fuera el Tele Indiscreta y en una campaña electoral el asunto no tratara tanto de elegir al capitán que mejor dirigirá la nave en el próximo cuatrienio como de dilucidar cuál de los cuatro aguerridos finalistas sabiamente elegidos por la audiencia merece pasar a la siguiente ronda del reality. No descarto que todo sea mucho más profundo y que pueda hallarse una causa última en ciertos episodios que en su momento juzgamos anecdóticos pero en los que anidaba ya el embrión de todo lo que nos ha venido sucediendo. Se me ocurre aquel lejano «a colocarse y al loro» de Tierno Galván, que la parroquia interpretó como un simpático y pasajero enloquecimiento del viejo profesor pero en el que puede que alguna lumbrera de la nueva mercadotecnia política haya alcanzado a vislumbrar el maná capaz de trocar las debidas voluntades cuando llega el momento de meter las papeletas en la urna. Son sólo hipótesis barajadas en medio del más colosal de los desconciertos, subterfugios con los que hallar una explicación lógica a algo que seguramente no la tenga y para lo que ya no creo que exista marcha atrás. Me refiero a ese desnortado afán de los políticos —mejor dicho, de quienes aspiran a llevar las riendas de nuestro futuro en común— por hacernos ver que ellos también son seres de carne y hueso.

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Deseo de ser Jovino

Vengo pensando hace tiempo que a Jovellanos le ocurre lo mismo que a los Beatles: nunca pasan de moda y les sirven igual a los rotos que a los descosidos. Ya vaticinó Juan Cueto a finales de los setenta que la del ilustrado era una figura lo suficientemente polisémica como para que se apropiasen de su legado la izquierda, la derecha y el mediopensionismo. En realidad, podemos decir que en Asturias la política consiste en un descubrimiento perpetuo de Jovellanos. Todo quisque le reivindica y todos quieren parecerse un poco a él, y algunos se lo montan con tanto salero que hasta consiguen que tres o cuatro columnistas con vocación de cortesanos les vistan con los ropajes de la respetabilidad y les designen sucesores únicos de quien tantos desvelos tuvo por su patria y por sus compatriotas. No es, ojalá lo fuera, una hipérbole: de tal artimaña se sirvió Álvarez-Cascos para que sus compinches asturianos no le olvidaran mientras se afanaba en sus negocios de Madrid, y a sus resultados fió, no hace tanto, el triunfal regreso que sólo pudieron frustrar su propia osadía y su impericia en ese arte de la gobernanza sobre el que, sin embargo, tuvo a bien escribir un par de libros.

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La leyenda del Negre Yoma

¿Cómo llegó a la costa levantina el Negre Yoma? La teoría más extendida sostiene que trabajaba como ayudante de cocina en el petrolero Tiflis y que naufragó con sus compañeros a orillas de Alicante cuando, allá por 1914, el barco sufrió un incendio junto a las dársenas del puerto. Otras versiones sostienen que formaba parte de la tripulación de alguno de los buques que por esas mismas fechas, recuérdese que asolaba Europa la I Guerra Mundial, padecían sabotajes y bombardeos en las aguas mediterráneas. Sea como fuere, lo cierto es que desembarcó por accidente en España y algo debió de encontrar en la pequeña capital alicantina, porque en vez de echarse al mar de nuevo o emprender viaje en pos de horizontes desconocidos el Negre Yoma eligió instalar su cuartel en ella, y lo hizo con tal ahínco que no tardó mucho en convertirse en parte del paisaje. Hay vidas que parecen desenvolverse en una suerte de limbo en el que ni existen preguntas ni se hace necesario, por lo tanto, anticipar respuestas. Son biografías que transcurren con la misma naturalidad con que corre el aire y que, a menudo, terminan justificándose bien en su propio final o bien con lo que llega tras él. La historia de este gigante de tez oscura, que provenía de Norteamérica y tendría unos 24 años cuando el azar le condujo al que terminaría por convertirse en su hogar definitivo, se hizo un hueco en el imaginario de sus paisanos, precisamente, por esas dos razones: por su frivolidad inane y porque una leyenda urbana asegura que puede ser su cuerpo, y no el del más notorio falangista, el que reposa bajo la cripta del Valle de los Caídos.

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A las armas

No es el antibelicismo lo que prende la mecha, sino las ansias por recuperar la juventud perdida. Creíamos que la vida no iba a brindarnos grandes ocasiones para exhibir nuestro fervor revolucionario cuando la Historia, sin previo aviso, nos puso delante aquella foto de las Azores. Desde entonces nos hemos mecido absortos en la melancolía que propiciaba el recuerdo de aquellos gloriosos días de pancartas, consignas y danzas rituales al calor de las hogueras. Vivía yo por aquella época en Madrid y, como aún no se había extendido la wifi y los teléfonos móviles todavía servían fundamentalmente para enviar y recibir llamadas, sólo podía asomarme al mundo por los medios tradicionales. Compraba el periódico cada mañana en un kiosco que había cerca de mi casa, en los bulevares de Juan Bravo, y me dejaba abofetear por la primera página en aquellos meses vertiginosos en los que se intentó aprobar un decretazo, se colorearon de negro chapapote las aguas de las costas gallegas y se aceptó alegremente la invitación de un iluminado para invadir un país, como si de pronto la política internacional se hubiese convertido en una canción de los Celtas Cortos. Era todo tan rocambolesco que, más que en plena historia universal de la infamia, uno creía hallarse inmerso en un continuo panegírico de la chapuza hispana. Para mi vergüenza, pese a estar en el corazón del meollo, nunca me enteré de que fuera a celebrarse manifestación alguna, así que las dos grandes marchas que ocuparon el espacio abierto entre Colón y Atocha se desarrollaron sin mi concurso. Inconsciente de que a unos pocos kilómetros de mi domicilio se estaba desarrollando una rebelión cívica imprescindible a la hora de encauzar las corrientes de la Historia, yo pasé aquellas tardes leyendo en mi cuarto. Al día siguiente me enteraba de todo por la prensa y me mordía de rabia los nudillos, reprochándome sin cesar mi suma indolencia. Para compensar, no me perdí la manifestación que se celebró en Gijón y que culminó con un pequeño concierto en el que Víctor Manuel, guitarra en ristre, puso el broche final. El entusiasmo fue tan ardiente que incluso cometí la imprudencia de publicar una crónica en el periódico local. La titulé «Canciones para parar una guerra» porque, efectivamente, creía que con esa clase de cosas podía detenerse un bombardeo. Uno apenas había sobrepasado los veinte años y estaba en esa edad tan tonta en la que se empiezan a llevar las primeras hostias pero aún se quiere pensar que pueden brotar rosas de los fusiles.

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