Los Panero estuvieron muy presentes, no es ningún secreto, en una etapa de mi vida. Alrededor de su intrahistoria familiar y sus derivados generacionales escribí una novela y dirigí un documental. La novela me procuró cierto reconocimiento y se vendió razonablemente bien, pero es muy difícil dar con ella hoy en día: la editorial cerró, los pocos ejemplares que quedaban se saldaron y el libro permanece descatalogado y libre de derechos. Aún conservo por algún cajón los recortes de prensa que surgieron a su alrededor, incluyendo la crítica más divertida que me hayan hecho nunca: un extenso artículo cuyo autor se dedica a insultarme tras confesar, en las primeras líneas, que no había pasado de la primera página. El documental tuvo una vida mucho más subterránea: se vio en algún festival, se proyectó en determinados ciclos y hasta contó con algún pase especial en una universidad madrileña de cuyo nombre no puedo acordarme. Quizás todo eso influya en que lleve varios años considerando todo aquello como parte de una etapa cerrada de mi biografía, uno de esos lugares gratos al recuerdo pero a los que sabemos que vale más no volver. Alguna vez me escribe alguien preguntándome dónde puede ver la película o si hay forma de conseguir el libro. Dependiendo del humor con que me pillen y de la confianza que tenga con quien me interpela puedo dar más o menos largas, pero tiendo siempre a saldar la cuestión con una negativa por no verme en la tesitura de reabrir asuntos que, a fin de cuentas, no corrieron la suerte que me hubiese gustado que tuvieran.
Pero a veces pasan cosas, o se dan casualidades, que terminan imprimiendo un giro a esa percepción. Después de más de un año sin saber nada de su vida, recibí una llamada de Ángel el mismo día en que pasaban El desencanto por la tele. Ángel fue un buen amigo de aquellos años y fue una de las personas que cuidaron de Michi Panero cuando regresó a pasar sus últimos años a Astorga. Fue, también, mi embajador en aquella pequeña ciudad que se hizo un poco mía en los tiempos en los que la frecuentaba tanto que hasta llegué a tener llave de alguno de sus portales. Ahora anda por Sevilla, y charlando descubrimos que pronto se cumplirán diez años del rodaje de La estancia vacía —así se llamaba mi documental, en el que aparecía él mismo dando testimonio de aquel fin de raza protagonizado por el menor de los hermanos— y que se han muerto desde entonces todos los Panero que quedaban. En las noches astorganas, cuando ya faltaba poco para que despuntara el alba y nos sentíamos en la obligación moral de regresar a casa, solíamos recitar en plena calle algunos fragmentos de la película de Chávarri. Anoche, mientras la veíamos por enésima vez, nos fuimos enviando al móvil algunas de las citas que se hicieron habituales en aquellos trances: los monólogos alucinados de Leopoldo María o el momento en el que Juan Luis recita a cámara el poema escrito ante la escultura erigida en memoria de su augusto padre. Como también andaba enredando por Twitter, se coló en la memorabilia el periodista de La Vanguardia Pedro Vallín, para el que Después de tantos años, la película con la que Ricardo Franco quiso prolongar el estupor de El desencanto veinte años después, supera de largo a su antecesora. No estoy de acuerdo, pero sí tengo que reconocerle que hay en este segundo largometraje una secuencia que me desarma por completo: se trata de la secuencia final, aquélla en la que Michi y Leopoldo María, tras encontrarse junto al panteón en el que yacen los miembros de su estirpe, pasean abrazados por las ruinas de lo que una vez fue el caserón familiar de Castrillo de las Piedras. Suenan de fondo las notas del «Shadow of Time» de Nightnoise y esas dos figuras inacabadas se pierden entre los cascotes de una memoria que nunca puede recobrarse del todo porque es en sí misma una ruina. Uno tiene la impresión, mientras les ve alejarse, de que su desolación o su indiferencia melancólica esconde la rabia de vislumbrar cómo se va yendo la vida en cada una de esas arrugas que descubrimos cada mañana, por sorpresa, al escrutar nuestro propio rostro en el espejo.
«El desencanto» (Jaime Chávarri, 1976)