A Pedro Sánchez se le empieza a poner cara de vaquero mermado por las balas y el cansancio, fruncido el ceño mientras trata de mantener la vista al frente por si se dibuja allá al fondo, al filo del horizonte, la sombra neblinosa de un bosquejo de esperanza. Me lo dijo un amigo hace ya unos cuantos meses, puede que más de un año, cuando irrumpieron los alegres muchachos de Vallecas como quien entra en el saloon presto a vaciar el cargador sobre el primero que ose llevarle la contraria: el PSOE, a medida que arreciaban los ataques, iba cobrando hechuras de héroe crepuscular. Día tras día se iba asemejando más a esos viejos titanes reacios a desprenderse de su historia que, contra el viento y la marea, no se resignan a tener todos los elementos en su contra y tratan de revertir la situación en pos de una victoria improbable. Entonces, aún con Rubalcaba, era el partido en pleno el que asumía esa convicción de saco de boxeo zarandeado a placer por tirios y troyanos. Hoy, con Sánchez erigido en paladín y tótem, es su porte de baloncestista el que ha de aguantar, sin perder en apariencia la sonrisa, los constantes envites de unos adversarios que le dan con saña, puede que conscientes de que a ellos les costaría soportar una encerrona semejante.
Las cosas han sido así siempre y cuesta creer que vayan a cambiar a estas alturas. La derecha no tiene menor problema en hacer la vista gorda con sus propios desmanes, reducidos enseguida a la categoría de pecadillos de juventud a fin de aliviar la conciencia y preparar la red para lo que pueda venir, pero la izquierda tiene por costumbre fustigarse durante décadas, como poco, para purgar los traumas que de continuo le causa su mera supervivencia en un medio inevitablemente hostil. Nadie a la diestra se acuerda ya de la invasión de Iraq o el naufragio del Prestige, no digamos ya del caso Naseiro y otros asuntos menores que pasaron por las páginas de los periódicos como pasan las esquelas, esto es, con profusión pero sin mayores consecuencias. Al otro lado, en cambio, ni los errores parecen tener fecha de caducidad ni se está por la labor de marcar un límite que permita dilucidar cuántas contriciones son necesarias para hacerse perdonar una metedura de pata. El PSOE, que ha cometido errores colosales pero también ha tenido aciertos decisivos como consecuencia de mantener responsabilidades de gobierno durante dos décadas, parece abocado a pagar permanentemente sus faltas del pasado y a sumar a éstas los fallos en los que pueda ir incurriendo en lo sucesivo. Por alguna razón, hay acuerdo en considerar que pese a haber sufrido en 2011 la derrota más abultada de su trayectoria y atravesar su segunda travesía del desierto en apenas tres lustros, aún es necesario hacer más sangre hasta que el partido recupere la pureza supuestamente extraviada, aquélla que para algunos tenía el PSOE que en 1982 lideraba, curiosamente, el mismo Felipe González al que denuestan de continuo.
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«High Noon» (Fred Zinnemann, 1952)