Hay descubrimientos que se postergan porque la presunción o el desconocimiento los dan por amortizados de forma tan injusta como prematura. Hemos visto tantas imágenes del acueducto de Segovia, tanto se ha repetido su silueta en fotografías, anagramas y documentales, que uno cree no sólo que ya lo conoce sobradamente, sino que poco o nada más va a poder depararle la ciudad en la que se alza. Yo no tenía de Segovia más que una noción vaga que nunca me había dado por comprobar. Una intuición que se fundamentaba en parte en lecturas evanescentes y que había adquirido su perfil más acabado en un viaje fantasmal en los principios del siglo y del que salí sin una sola imagen memorable de la vieja urbe castellana. Si Segovia es, de suyo, el perfil del acueducto, para mí ni siquiera llegó a tanto: se limitaba a unos pocos rostros desconocidos y una visión esquemática de la propia ciudad bajo el crepúsculo obtenida a través de los ventanales del horrendo parador, con la silueta de la mujer muerta recortándose al fondo como un mal presagio o como la materialización de todas las premoniciones.
Por eso hay viajes que uno hace para conocer y otros que realiza, inconscientemente, para reconciliarse. El que este fin de semana nos llevó a Segovia me permitió descubrir que aún puedo emocionarme ante la visión de un portento como es la magnífica obra de ingeniería con que los romanos resolvieron la traída de aguas desde el manantial de la Fonfría, y también constatar que hasta el rincón más previsible ofrece resquicios para el asombro. Hay en las callejas umbrías de la vieja Segovia mucho de tiempo detenido, de pasado confinado en la contemplación complacida de su propia idiosincrasia, pero eso no impide que cada paso vaya constituyendo un aliciente añadido para el caminante que se deja caer por sus vericuetos sin otra intención que la de dejar pasar las horas siguiendo el compás de los acontecimientos. Una de esas calles se llama «de los Desamparados», se desenvuelve en un acusado descenso que nace casi a las puertas de la catedral y cobija en su última esquina, a la vuelta de una capilla, la pensión donde residió Antonio Machado durante los doce años que pasó dando clase en el instituto local. Repara uno al verla en que es cierto que fue aquí donde el poeta vivió uno de los periodos más estables de su vida, en que fue ésta una de las ciudades que durante más tiempo le proporcionaron trabajo y cobijo, aunque su recuerdo se asocie siempre a la nostalgia de la dicha extraviada en Soria. Se mantiene la fonda casi en el mismo estado en el que estaba cuando vivió en ella el autor de Campos de Castilla, y se recorren sus pasillos y sus salas con el corazón algo encogido a causa de la pobreza que sale al paso en cada cuarto, en cada mueble, en cada vestigio de un tiempo extinto en el que cabe hallar alguna que otra reminiscencia del presente. «Blanca hospedería, celda de viajero», se evoca en una placa donde alguien ha inscrito los versos que el propio Machado dedicó a este espacio, tan distinto del Alcázar donde se casó Felipe II y cuya silueta es el mascarón de proa de una ciudad que ya desde la lejanía se perfila sobre la estepa mesetaria como un barco a la deriva. También vivió en Segovia el propio patrón de los poetas, el místico San Juan de la Cruz, que pasó aquí una temporada paseando por la ribera y al que hoy recuerdan una estatua y una calle. El amable guía del refugio machadiano nos explica que en un convento próximo al río se conserva una parte de sus restos, y aunque no se le lea demasiado en nuestros días la ciudad trata de reivindicar su memoria o de que, al menos, la tengan presente quienes se dejan caer por estos pagos. Quien sí se hace valer, en todo el sentido de la expresión, es el comunero Juan Bravo. A él está dedicada la calle que se conoce comúnmente como «Calle Real» —sutil paradoja segoviana—, y en la casa que una vez fue de su suegro, el judío Abraham Seneor, se recuerda en nuestros días el esplendor de una comunidad que, entre otras cosas, alumbró una judería que aún mantiene su aspecto de telaraña suspendida sobre el corazón del casco antiguo. Apenas trae agua el Eresma pese a lo avanzado de las fechas, porque aunque está el invierno a punto de echarse encima parece primavera cuando caminamos junto a la plaza Mayor y buscamos, con las brisas del anochecer, el punto exacto en el que nace la esbelta arquería del acueducto. Dicen que a finales del XIX no se acordaba nadie de Segovia y que fue la construcción de la línea ferroviaria que desde aquella época la mantiene unida a Madrid, la misma en la que iba y venía Antonio Machado cada fin de semana, lo que fue propiciando un paulatino auge de las visitas y el turismo. De aquellos años cada vez más remotos quedan el conocido Mesón de Cándido, que ocupa el mismo caserón con fachada de ladrillo en el que abrió sus puertas entonces, y el continuo fluir de personas que vienen y van de un lado a otro de la ciudad y se terminan encontrando en este punto intermedio desde el que nos contemplan casi veinte siglos. Da vértigo asomarse a los intersticios de este gigante de piedra y pensar que a ellos se asomaba la eternidad desde mucho antes de que llegásemos, y que así lo seguirá haciendo cuando nosotros ya no estemos aquí para apreciarlo. En un viejo palacio que emerge en plena noche como una amenaza fantasmal, a la vuelta de un recodo, una lejana inscripción advierte: «No se permite dejar carruajes en esta plazuela». El viaje es también, o sobre todo, una forma de constatar que el tiempo pasa.