Los norteños tendemos a mirar hacia Castilla con precaución, como si el puro instinto nos llevara a desconfiar de unos parajes en los que todo queda demasiado a la vista. Escribió hace mucho Ortega y Gasset un símil memorable que consiguió merecida fortuna y que los de mi generación tuvimos que memorizar en el colegio, cuando empezamos a adentrarnos en el rico universo de las figuras literarias: «Castilla es ancha y plana como el pecho de un varón». Como durante una época de mi vida tuve que atravesar bastante aquellas tierras, llegué a esbozar junto a mi amigo Víctor un guión mínimo para un largometraje que iba a titularse precisamente así, Castilla, y cuya trama consistía en un único personaje paseando solitario, durante tres o cuatro horas, por entre campos yermos y amarillos. La idea era tan loca e ininteligible que no descartábamos la posibilidad de hacernos con todos los premios en algún festival de cine independiente. Por desgracia no dimos con ningún productor que estuviese a la altura de nuestro talento y el proyecto acabó languideciendo en el limbo impreciso de las osadías recuperables.
Por aquel entonces me fascinó descubrir que Castilla no era todo el vasto territorio que se extendía al otro lado de los montes y que había gente capaz de encontrar hechos diferenciales entre una campiña zamorana y un páramo de Burgos. Una vez conocí a una chica del condado de Treviño que no paraba de enumerar las particularidades que según ella la mantenían alejada de la presunta insipidez castellana. Me di cuenta en ese instante de que Castilla no era para mí tanto un espacio físico como un estado de ánimo, y empecé a comprender por qué lejos de repelerme me resultaba cada vez más atractiva la visión de esas llanuras inhóspitas cuyo horizonte rompe de cuando en vez la silueta medio destartalada de algún campanario. A ratos, si cruzaba la estepa en las horas del crepúsculo, el telón de fondo abierto ante mis ojos asemejaba un óleo tenebrista cuyos pliegues resguardaban unas cuantas verdades esenciales sobre nuestra naturaleza. Del «hombre de estos campos que incendia los pinares» nos alertó Antonio Machado mientras su hermano Manuel se entregaba a las reminiscencias de la épica, y alrededor de la «solitaria y melancólica Castilla» enhebró Azorín su prosa memorable y delicada.
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«Fuego en Castilla» (José Val del Omar, 1958-1960)