Vengo pensando hace tiempo que a Jovellanos le ocurre lo mismo que a los Beatles: nunca pasan de moda y les sirven igual a los rotos que a los descosidos. Ya vaticinó Juan Cueto a finales de los setenta que la del ilustrado era una figura lo suficientemente polisémica como para que se apropiasen de su legado la izquierda, la derecha y el mediopensionismo. En realidad, podemos decir que en Asturias la política consiste en un descubrimiento perpetuo de Jovellanos. Todo quisque le reivindica y todos quieren parecerse un poco a él, y algunos se lo montan con tanto salero que hasta consiguen que tres o cuatro columnistas con vocación de cortesanos les vistan con los ropajes de la respetabilidad y les designen sucesores únicos de quien tantos desvelos tuvo por su patria y por sus compatriotas. No es, ojalá lo fuera, una hipérbole: de tal artimaña se sirvió Álvarez-Cascos para que sus compinches asturianos no le olvidaran mientras se afanaba en sus negocios de Madrid, y a sus resultados fió, no hace tanto, el triunfal regreso que sólo pudieron frustrar su propia osadía y su impericia en ese arte de la gobernanza sobre el que, sin embargo, tuvo a bien escribir un par de libros.
A Jovellanos le citó en su primera investidura la aún hoy alcaldesa de Gijón, y a Jovellanos citan ahora mucho los renovadores de la política, que se hacen fotos delante de su casa natal y sueltan vacuidades gratuitas pretendiendo hacer ver que saben mucho cuando en realidad sólo demuestran que lo desconocen casi todo. El casquismo y el podemismo, tan unidos por tantas cosas, se hermanan así en un nuevo vínculo de sangre tejido en torno a quien tuvo en vida muchos más claroscuros de los que se le quieren reconocer en la posteridad. Eso, a fin de cuentas, también es algo muy de la tierra. Leí no hace mucho un libro en el que se disculpaban los excesos del inquisidor Fernando de Valdés argumentando que en sus últimos años no andaba bien de la cabeza, y la edad y la experiencia nos van enseñando que basta con codearse con dos o tres figurines de postín para que a uno no le tengan tan en cuenta las triquiñuelas que una vez pudieron cavar la tumba de su reputación. En Asturias a Jovellanos le llamamos Jovino para destacar la familiaridad que nos une al gran prohombre y despejar de paso cualquier duda acerca de su honorabilidad. No nos hemos leído ni la contraportada del Informe sobre la ley agraria y sabemos de los diarios lo que de vez en cuando nos cuenta algún entendido en los periódicos, pero posamos sonrientes y ufanos ante los aposentos en los que vino al mundo con la firmeza que da el sentirnos hermanados con tan alta personalidad pretérita. En idéntica línea, afirmamos con sonrisa embelesada que nuestro ilustrado favorito era de izquierdas, aunque procuremos olvidar que en su época de ministro de Gracia y Justicia firmó alguna que otra sentencia de muerte; y, por descontado, evitamos referirnos al apoyo que expresamente brindó al absolutismo de Carlos IV. Nada muy censurable: viene a ser parecido a estar contra la OTAN de primeras y acabar fichando luego a un militar atlantista para las listas electorales. Uno, en su inocente ignorancia, creía que la figura de Jovellanos era lo suficientemente respetable como para que nadie que verdaderamente le tuviese afecto se atreviera a darse pisto soltando unas cuantas simplezas a su costa. Se ve que me equivocaba. Hace ya muchos años, en el tiempo feliz del aznarismo, me presentaron en mi pueblo a un cachorro del Partido Popular que no paraba de congratularse de cuánto se parecía Álvarez-Cascos a Jovellanos: «son los únicos que se han atrevido a hablar en Madrid de la variante de Pajares». Esta misma mañana, un entusiasta responsable de que en la ciudad más grande de Asturias gobierne la extrema derecha que trajo ese mismo Álvarez-Cascos ha leído una emotiva carta dirigida al ilustrado en la que lamentaba que le citasen «incluso quienes nada habían comprendido». Algo hemos mejorado: seguro que, de haber coincidido en el siglo XVIII, ni él ni sus conmilitones habrían tenido el menor empacho en ubicar a Jovellanos dentro de las filas de la casta.
«Gaspar Melchor de Jovellanos»
(Francisco de Goya, 1798)