Paradiso: 40 años de felicidad

Aún se conserva en la calle del Castro Romano, una de las que configuran la laberíntica trastienda del barrio de Cimadevilla, el local en el que allá por 1976 abrió sus puertas la librería Paradiso. Quien acuda a visitarlo se encontrará con una persiana bajada y llena de grafitis al lado de un garaje que ocupa el espacio en el que también por aquellos años estuvo el cine Brisamar, sala de arte y ensayo ineludible para los cinéfilos de la época. Se ha perdido el ambiente que tuvo que poblar esas latitudes de lo que era un barrio de pescadores con determinados rincones vedados a la gente de bien. La Cimadevilla de 1976 fumaba en los bares, bebía leche de pantera, dirimía disputas a primera sangre en los prostíbulos y asesinaba a Rambal en un segundo piso de la plaza del Campo de las Monjas. Hay quien asegura que ese crimen marcó un antes y un después y que fue el episodio a partir del cual el barrio experimentó una suerte de decadencia lumpen que concluyó en el remanso de paz y apartamentos de medio lujo con el que recibe a los forasteros que se acercan en nuestro tiempo a conocer la breve lengua de tierra donde la ciudad guarda sus orígenes. Lo cierto es que no hay cronista urbano, de Carantoña a Dioni Viña, que no haya consignado este cambio —si para bien o para mal ya va en función del gusto— con el objetivo de certificar que hace varias décadas que nada es ya lo mismo en el tramo que va desde la plaza del Marqués hasta los altos de Santa Catalina.

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La isla de la vida

Muchos años antes, Elisabeth Eidenbenz intuyó que tras las puertas de aquella casa podía avecindarse el porvenir. Sin embargo, nada de eso sabía François Charpentier cuando en 1997 compró por una cantidad irrisoria el viejo palacio de Bardou. Se enamoró del edificio en cuanto lo tuvo delante, y no fue el primero. Otros muchos se habían interesado en los años precedentes por aquella finca situada a orillas de la carretera de Montescot, en tierra de viñedos y a sólo siete kilómetros de la playa. Ocurre que la magnitud de los trabajos que era necesario acometer para convertir aquella ruina en algo parecido a un hogar terminaba por desanimar siempre a los posibles compradores. No fue el caso del mencionado Charpentier, que no quiso reparar ni en los gastos ni en el esfuerzo. En seguida se puso manos a la obra y el cambio no tardó nada en notarse, porque la construcción era en sí misma una pequeña joya arquitectónica que sólo a causa de la desidia llevaba décadas pasando inadvertida para los habitantes de los alrededores. Su historia comenzó cuando en febrero de 1900 el industrial Eugène Bardou, que llegó a ser alcalde de Perpignan durante un breve periodo y había hecho fortuna continuando con el negocio familiar de fabricación de papel de cigarrillos, compró un terreno de ocho hectáreas situado en las proximidades de la villa de Elne, un lugar idílico pero ya entonces sumido en cierta decadencia. Bardou levantó allí, entre 1900 y 1902, lo que él llamó una «mansión de campo» y los lugareños pronto empezarían a conocer como el «palacio de Bardou». Allí vivió la familia los mejores tiempos de la belle époque, en largas etapas que se prolongaron durante casi un cuarto de siglo. Pero Eugène Bardou murió en 1927 y sus herederos volvieron a poner la propiedad a la venta. Esta vez no iba a adquirirla una familia de alcurnia, sino dos agricultores, Pierre y Charles Mirous, que llegaron a ella atraídos por la fertilidad de unas tierras que se pusieron a cultivar de inmediato. La mansión no les interesó especialmente y, de hecho, no llegaron a ocuparla. Pero hagamos una larga elipsis para regresar a finales de la década de 1990, con la familia Charpentier ocupando los salones de su flamante mansión recién rehabilitada. Una tarde, sin previo aviso, alguien llamó a la puerta. Cuando el patriarca acudió a abrir, se encontró bajo el umbral con la silueta de un hombre que con voz temblorosa, en parte por la timidez y en parte por la emoción, dijo: «Perdone las molestias, pero llevaba mucho tiempo deseando venir a conocer este lugar; me llamo Guy Eckstein y nací aquí mismo, en esta casa».

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Los días que pasan [I]

Jueves, 21 de enero / «Es más difícil elegir la portada que escribir lo que viene dentro». La frase es una boutade que me traslada una persona con la que comparto ciertas dudas que me surgen al elegir la que será la cubierta de mi próximo libro, pero pese a todo no deja de haber en ella algo de razón. Es gracioso que, tras pasar meses o años enfrascados en elegir con perfección milimétrica las palabras idóneas para expresar justo aquello que pretendemos contar —cuando ya estamos acostumbrados, por tanto, a tomar decisiones difíciles y definitivas—, en no pocas ocasiones nos paralicemos al vernos en el trance de elegir tal o cual ilustración para rematar el conjunto. Quizás sea algo normal: a fin de cuentas la cubierta no deja de ser el traje con el que se presenta en sociedad la criatura, y uno nunca quiere llegar a una fiesta con la americana descosida o un roto en el pantalón, ni aparecer en el salón de baile con unas ropas que desmerezcan o resulten frívolas o puedan suscitar el reproche o la hilaridad de los anfitriones o de los otros invitados. Es una suerte que mi editor, que en este caso vendría a ser quien organiza el baile, sea un hombre con paciencia.

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Gente que pasa y se va

Me escribe Raúl desde la ciudad en la que lleva viviendo ya unos cuantos años. Me dice que su madre le ha llamado para contarle que ha muerto un chaval de nuestra edad. «Vino con nosotros al instituto, tal vez lo recuerdes, se llamaba…» Y da un nombre y un apellido que yo recuerdo perfectamente y de repente se me dibuja en la memoria la figura de un chico bajito, gordo, con unas gafas de culo de botella y una nariz puntiaguda que le conferían a su rostro un aspecto peculiar. Recuerdo que durante el tiempo que le traté —y fue largo pero esporádico, porque además de al instituto fuimos al mismo colegio, pero pese a tener idéntica edad nunca coincidimos en la misma clase y sólo nos acercamos el uno al otro en ocasiones contadas, siempre con motivo de alguna excursión, o en los recreos— solía pensar que, de existir la reencarnación, sin duda él habría sido un topo en una vida anterior, o puede que fuese a serlo en una futura, tales eran las pintas con las que se desenvolvía, con los hombros encogidos y la cabeza medio hundida entre ellos y balanceándose hacia delante y hacia atrás con cada paso que daba. Era un tipo amable, pero también estrafalario: se mostraba tan indiferente hacia casi todo que no parecía percatarse de su apariencia gris y vulnerable, ni daba la impresión de sentirse perturbado por sus escasas dotes para la sociabilidad. No recuerdo haberle visto nunca jugando al fútbol fuera del colegio, ni comiendo golosinas en algún banco del parque con los compañeros de clase, ni tampoco bebiendo alguna copa o fumando un primer cigarrillo en la edad adolescente, cuando hasta los más tímidos se atrevían a lanzarse, aunque sólo fuera de vez en cuando. Únicamente lo veíamos paseando algún fin de semana en compañía de sus padres, calle arriba y calle abajo. Siempre saludaba con suma amabilidad y escasísimas palabras.

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El sabio del norte

Siempre que pienso en Juan Cueto, recuerdo una imagen del día en que nos conocimos. Yo había ido a su antigua casa de Somió para hacerle una entrevista cuya excusa radicaba en una reciente promoción de la Caja de Ahorros de Asturias, que de pronto había puesto a la venta la colección completa de Los Cuadernos del Norte, la revista que él había fundado y dirigido a lo largo de la década de los ochenta, y cuando llegué allí el fotógrafo, que se me había adelantado, le tenía posando en el jardín. De aquella sesión salió una instantánea que refleja a Cueto sentado en una hamaca, con un libro entre las manos, mirando al cielo con aire distraído, y esos tres elementos resumían, de alguna manera, la percepción que yo me había ido forjando de él desde que, en mi adolescencia, leí, por indicación de mi padre, algunos de sus textos fundamentales. Por aquellas fechas (le entrevisté en octubre de 2009), Cueto llevaba ya un tiempo desaparecido del mapa y yo, personalmente –luego descubrí que a mucha más gente le ocurría lo mismo–, echaba de menos sus opiniones acerca de un mundo cada vez más sumido en una crisis tan brutal como inédita y revolucionado por la constante renovación de las nuevas tecnologías y el influjo cambiante que éstas iban ejerciendo sobre la sociedad. Durante muchos años, él había explicado no sólo por dónde estaban yendo los tiros, sino también por dónde tendrían que ir, y sus artículos constituían una brújula irrechazable para navegar por la vida sin perder el rumbo de los tiempos. Cuando aquella tarde el fotógrafo concluyó su trabajo y él y yo nos pusimos a charlar en la sala de estar de aquel chalet centenario al que su primer dueño había bautizado como Villa Josefina, me encontré a un Cueto crepuscular y atónito, incapaz de comprender bien por qué nadie entendía lo que para él siempre había estado claro. «El progreso fue un fracaso», me dijo, «porque el progreso no es sólo lo que está delante; el progreso es bueno porque acumula memoria, pero el problema viene cuando salta por encima de la memoria y lo liquida todo, y yo ahora mismo me encuentro en un estado de perplejidad tremendo porque creo que se ha tratado el progreso muy aceleradamente».

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